Opinión

¿Dónde nos refugiaremos?

LLEVA EL PELO LARGO, descuidado, igual que su aspecto, con un descuido como de genio loco. Responde con mucha pausa, tomándose su tiempo incluso en mitad del argumento, buscando la palabra exacta. Su tono de abuelo afable, de viejo profesor, contrasta con la radicalidad de lo que dice, la contundencia de sus razones, la rotundidad de un pensamiento sin deudas, apesadumbrado pero libre.

Es noviembre de 2015, y solo unos meses antes ha dejado de ser presidente de Uruguay, convertido ya para siempre en una de las voces más autorizadas del panorama político internacional y en una referencia para cualquier persona con conciencia del bien común. Pepe Mujica recibe en su casa al periodista Jordi Évole, con el que conversa sobre él mismo, sobre los políticos, sobre el pasado, sobre el mundo, sobre nosotros.

«Ni siquiera hablo», continúa con la cabeza hundida entre sus manos, «de arreglarlo, pero por lo menos tener la angustia de la tragedia»

Casi al final, cuando en el faldón de la imagen ya van apareciendo los créditos, Évole le pregunta cuál de los líderes internacionales, y los ha conocido a todos y de la mayoría de ellos ha recibido admiración, es el que más le ha impresionado por su valía. Pepe Mujica deja que se pierda la mirada por la ventana ante la que están sentados, un segundo, tres, siete, diez... un silencio que en televisión es la eternidad, tan incómodo que el entrevistador tiene que romperlo con un «¿tan difícil es?». Fracasado de su intento de resaltar siquiera un nombre, su mirada regresa de la ventana: «Ese es el problema. En ninguna época hubo tanta mediocridad. Todos están administrando las crisis de sus respectivos presupuestos, y de ahí no salen». «Ni siquiera hablo», continúa luego con la cabeza ya hundida entre sus manos, «de arreglar la situación, pero por lo menos de tener la angustia de la tragedia».

La imagen de Pepe Mujica, casi abatido por la impotencia, no se me va de la cabeza cada vez que veo cómo está actuando Europa con la crisis de los refugiados. Para acercarnos al grado de degradación moral al que estamos llegando como sociedad, como comunidad, tendríamos probablemente que referirnos al nazismo y los fascismos del pasado siglo, palabras mayores. Olvidada la mala digestión que nos provocó aquella imagen del cadáver del pequeño Aylan como un despojo sobre aquella playa, los refugiados siguen muriendo a docenas cada día en esa enorme fosa común que antes llamábamos Mediterráneo. No les tenemos preparado mejor recibimiento a los que logran llegar. Huyen de la presión de una guerra y un fanatismo que no solo no hemos sido capaces de frenar, sino que estamos potenciando, para ser asaltados por partidas de bandoleros bajo los paraguas gubernamentales, robándoles hasta sus recuerdos, negándoles derechos que reconocemos hasta a los animales. Niños, jóvenes, ancianos, familias enteras sin más culpa que haber visto como sus vidas eran reducidas a cenizas, tratados como delincuentes convictos.

Son musulmanes ajenos a nuestra cultura, que pondrán en solfa todo lo que somos y que tanto nos ha costado construir, nos mentimos mientras tapamos las estatuas desnudas de nuestra cultura clásica para no ofender a un tirano que ejecuta a sus compatriotas iraníes por miles y que financia a manos llenas el terrorismo integrista que tanto nos asusta. No parece que esto nos haga mejores que cualquiera de estos fanáticos, solo nos hace cómplices.

No queremos darnos cuenta de que con cada una de esas muertes, con cada una de esas deportaciones, de esos ataques racistas y xenófobos, estamos matando lo poco que ya queda de ese ideal de la vieja Europa que dio origen al que quizás es el único objetivo común decente del que hasta ahora podíamos orgullecernos, eso que llamamos Unión Europea y que durante tantos buenos años fue nuestro horizonte.

La gran estafa que renombramos como crisis ya había reducido ese ideal europeo a un mero mercado común en el que intercambiar divisas por mano de obra barata. Pero aún quedaban esperanzas de poder torcer de nuevo el rumbo, tal vez cuando las cosas fueran mejor, clavos ardiendo para los que nos negábamos a claudicar, a volver a un punto de partida lleno de rencores, fronteras y naciones sitiadas.

Tapamos las estatuas desnudas de nuestra cultura clásica para no ofender a un tirano que financia el terrorismo integrista

Traicionadas la defensa del Estado de Bienestar y de la soberanía popular como referencias fundacionales,  uno de los pocos jirones que nos quedan de la Europa que quisimos ser es el espacio Schengen, fruto del acuerdo que nos permitió eliminar las fronteras interiores y crear un espacio físico común en el que todos pudiéramos movernos con libertad. Este detalle en apariencia tan simple, la posibilidad de que cualquiera de nosotros pudiera viajar entre países sin pasaporte ni visado, hizo más por esa idea común que todos intercambios comerciales o laborales. Muchos de nosotros, que no tenemos capitales que mover ni productos para nutrir el mercado común, nos sentimos por primera vez auténticamente europeos la primera vez que pudimos viajar a un país vecino como si lo hiciéramos a nuestro pueblo.

Ahora, hasta eso está cuestión, por la incapacidad de dar una respuesta humanitaria a la crisis de los refugiados. Estamos demostrando que todos aquellos ideales que nos llenaban la boca y los anhelos eran solo impostura. No sabemos vivir sin fronteras, tampoco sin las físicas. Cuando se cierre el espacio Schengen, y todo apunta a que será pronto, se habrá cerrado también definitivamente cualquier posibilidad de escapar de nuestra miseria interior.

Pepe Mujica seguía hablando para sí mismo, reflexionando en alto con la mirada opaca de pesadumbre, al final de aquella entrevista: «Me pregunto, ¿habremos llegado al límite de lo que podemos dar, estos son los límites de la especie humana? Apenas tengo la angustia, no tengo la respuesta». Europa la anda buscando entre sus propios escombros, entre los cadáveres en una playa mediterránea.

Artículo publicado en la edición impresa de El Progreso del domingo 31 de enero de 2016.

Comentarios