Opinión

Demasiado poco

Cuando obligas al pueblo a salir a mendigar lo menos, tarde o temprano acaba exigiendo lo más, aunque solo sea por aprovechar el viaje y las guillotinas

AÚN ESTAMOS a tiempo. En España, digo. A tiempo de evitar que, inevitablemente, todo estalle, como está estallando por todo el mundo, por Italia, por Hungría, por EE.UU., por Brasil, por Gran Bretaña... Que estalle no como por Andalucía, donde la cosa no ha pasado de traca aunque por el ruido parezca la madre de todas las bombas, sino como por Francia, donde personas por lo demás normales, vulgares y anodinas, como somos todas las personas, prenden fuego a barricadas y gritan contra todos, y por tanto contra nadie, en exigencia de todo, y por tanto de nada.

Quieren tanto, tanto necesitan, que ni aciertan a expresarlo. Un listado sería demasiado largo para entregar a quien ya te ha demostrado mil veces que no tiene voluntad de leerlo. Por no tener, no tienen ni voz propia; para qué la necesitan, si saben que enfrente no hay quien la escuche, si ya solo pueden hablar entre ellos y para eso les basta una mirada, una vívida de indignación.

París empezó a arder, dicen, por la subida de los impuestos al gasoleo, pero cuando el Gobierno unipersonal del Macron quiso darse cuenta de que también era uniculpable, la única luz de París era un contenedor en llamas en cada calle. Llegó ante los ‘chalecos amarillos’ con su propuesta de aplazar seis meses la entrada en vigor de los nuevos impuestos, pero ya era demasiado tarde.

Y demasiado poco. Sobre todo, demasiado poco. Cuando obligas al pueblo a salir a mendigar lo menos, tarde o temprano acaba exigiendo lo más. Aunque solo sea por aprovechar el viaje, por no ir cargando con las guillotinas para nada. Ahora son el salario mínimo, y los otros impuestos pero sobre todo los impuestos que no pagan otros, y todos aquellos servicios sociales y derechos laborales que desaparecieron, y las promesas del crecimiento económico... Y que se vayan, sobre todo que se vayan; todos, los presidentes, los partidos, los banqueros, los sindicalistas, los economistas, los periodistas, los analistas, las izquierdas, las derechas, los policías, los parlamentarios, los negociadores...

Que se vayan los de siempre y los del cambio que los han sustituido para que nada cambie. Porque eso exactamente es lo que están gritando los ciudadanos por todo el mundo, que la ultraderecha, el populismo, el nacionalismo... no son el problema, solo son el síntoma. El problema es tan profundo, tan sistémico, que ni siquiera es el sistema en sí, que ya se demostró bueno y válido para el bienestar común, sino la gestión depredadora que se está haciendo de ese sistema en todo el mundo y para beneficio de unos pocos.

Vivimos el despertar del sueño aquel que nos vendieron en el que todos, aunque siguiéramos viviendo de una nómina y fichando y sudando como siempre hicimos los trabajadores, éramos ya burgueses de alta cuna con aspiraciones de acceder a la aristocracia del consumo. Una distopía creada por la alianza entre lo peor del neolibrealismo de la derecha económica y lo peor del buenismo de la neoizquierda pija; una sociedad en la que no hay derechas ni izquierdas ni clases sociales y en la que, por tanto, dejamos de pensar y de defender aquellos derechos laborales y sociales que ponían límite a la desigualdad, proscribían la pobreza y que tanto había costado conquistar. Porque ahora lo hemos olvidado, pero todos y cada uno de ellos fueron una conquista, a sangre y fuego, ninguno un regalo del poderoso.

Pero nos quisimos tragar el cuento del poderoso en el que todos estábamos invitados a su fiesta, nos gastamos lo que no teníamos en el esmoquin y ahora unos enormes porteros hormonados y rapados nos impiden el paso en la puerta: no estamos en la lista, nunca estuvimos invitados. No money, no party.

La derecha neoliberal siempre lo supo, ella sí estaba en la lista, pero la neosocialdemocracia, la izquierda pija, se pensó que también estaba invitada a la fiesta, y ahora está en la puta calle con el resto de nosotros, a la intemperie. Esa izquierda, en su papel de tonta útil, es más culpable. Venida a más, no se supo menos ni se pensó y defendió como tal, como siempre había hecho. Dispersa y despistada en la defensa, sin duda justa, de las causas de las nuevas minorías surgidas del estado de bienestar, fraccionó sin embargo su discurso de tal manera que olvidó su razón de ser, el eje transversal de su discurso, la esencia de lo que la convertía en izquierda integradora de mayorías y minorías: la lucha de clase, la lucha contra la desigualdad y por la creación de un estado de derecho y de bienestar bajo el que pudieran cobijarse con seguridad todas la otras luchas, por muy minoritarias que fueran. Ahora, al final del sueño, no hay cobijo para nadie.

Ni siquiera sé por qué pero en España, digo, aún estamos a tiempo. Quizás, solo quizás. Si no se lucha contra el síntoma, si se intenta atajar la enfermedad. Primero, dejando de reprochar al votante sus decisiones: el votante no se equivoca nunca, ni siquiera cuando sí se equivoca, que es a menudo. Y, segundo, ofreciendo políticas valientes que realmente ayuden a reformar el sistema y a ponerlo de nuevo al servicio de los ciudadanos para que estos vuelvan a confiar en él, para que el que se equivoque al votar sea por tonto y no por autoprotección. No sirven lecciones, sirven acciones.

Siempre me gustó como protestan los franceses, tienen duende para algarada. Yo también tengo un chaleco amarillo, como tenemos todos, por si hay avería, y ya queda poco que funcione. Necesitamos un arreglo que no llegue demasiado tarde y, sobre todo, que no parezca demasiado poco.

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