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Dejarlo a lo Elvis

LA DEFINICIÓN más usual de la libertad bien podría ser “poder hacer lo que te dé la gana”. No digo que sea errónea, pero yo prefiero verlo desde la otra perspectiva, desde la de “poder dejar de hacer cualquier cosa”.

Supongo que habrá quien crea que esta es una lectura del término libertad de una persona desmotivada, conformista o desprovista de ambición. Nada que ver con eso. Admitámoslo, el club de las cosas que se hicieron porque nos dio la gana no son más que un par de buenos momentos que conviven entre un tumulto de decadentes consecuencias. En el fondo no es más que una incontinencia emocional provocada por algo que deberíamos haber dejado hace tiempo.

Dejarlo es siempre una acción heroica, el único modo rotundo de desprenderse de algo, un corte limpio. Nunca se sabe si será una elección acertada, pero, cuando menos, la acción siempre viene acompañada de unos instantes de satisfacción, además de que aligera la carga.

Se puede dejar lo que sea: dejar de fumar, dejar de cuidarse tanto, dejar de comer porquería; dejar el trabajo, dejar de ser tan cretino, dejar de tener esas ideas; dejar de ser fiel, dejar de ser un golfo, dejar a tu pareja, dejar de estar solo, dejar que te importe. Dejar tu ciudad, dejar de salir, dejar de estar encerrado, dejar de ir a clases, dejar de pagar. Dejar de reír, de llorar, de estar tan serio, de quedarse atrás, de hablar, de callar, de intentarlo, de rendirte, de seguir la tradición. Dejar de darse la razón, de comulgar. Dejarlo es dar un salto a la zona prohibida con zapatos de ante azul, aceptar cualquier circunstancia que venga, excepto que te pisen. Es la virtud en el pecado.

Dejarlo es dar un salto a la zona prohibida con zapatos de ante azul, aceptar cualquier circunstancia que venga, excepto que te pisen

Dejarlo es el mayor acto de rebeldía posible y, escogiendo bien de qué desprenderse, la clave del éxito. Elvis es un claro ejemplo de ello.

No es que sea ningún experto en el Rey del Rock, pero su apogeo y caída están marcados por un una sucesión de cosas que dejó y no dejó. Hasta su entrada en el mundo, al nacer treinta y cinco minutos después de su hermano muerto, tuvo algo de simbólico respecto a lo que es y lo que deja de ser.

Reconozco que he desaprovechado muchísimas de las oportunidades que he tenido de ver películas de Elvis. Suelo aguantar un rato, pero me acaban aburriendo y las dejo. Por suerte, en Youtube se puede acceder directamente a las escenas musicales que son las que merecen la pena.

Hay una que me encanta, es de la película The King Creole (en español, El barrio contra mí). Arranca –al menos el corte de Youtube– con Elvis diciéndole al encargado del local en el que trabaja que lo va a dejar, que su padre ha conseguido trabajo y él va a ir a clase. Este acepta sin más sus explicaciones y Elvis continúa con su jornada hasta que entra en escena el dueño del negocio, el señor Fields (Walter Matthau), y su chica. Elvis acude a saludar a la joven, pero ella le evita. Más tarde, invadido por los celos, Matthau le pregunta de malas maneras a su acompañante por qué un “recogevasos” le mira de esa manera y ella le acaba confesando que una vez le oyó cantar. En ese momento, el pez gordo hace llamar a su joven empleado y le pregunta si eso es verdad, y le organiza una encerrona para que lo demuestre. Entonces Elvis se sube al escenario y canta Trouble con la mirada puesta en el magnate, soltando emblemáticos versos muy acordes a la situación como “If you're looking for trouble, Just look right in my face” o “I don't take no orders, From no kind of man”.

Por supuesto, la actuación es un éxito. Matthau se disculpa, pero Elvis no pierde el tiempo y va a por el abrigo para dejar de una vez aquel lugar. En ese momento aparece el dueño del bar de la competencia, el King Creole, para ofrecerle cantar en su local. Mattheu vuelve a escena y le ofrece trabajo también, pero Elvis se larga para dejarlos allí plantados y dejar de ser un recogevasos.

Elvis fue dejando muchas más cosas: dejó Tupelo, dejó de peinarse como los demás chicos, dejó a un lado su timidez y saltó a cantar delante de sus compañeros de instituto. Dejaron de meterse con él, dejó de cantar en cada audición como se suponía que debía cantar, dejó de ser una estrella local, dejó los escenarios para cumplir con los dos años de servicio militar, dejó el Ejército. Más tarde dejaría hasta el tupé o de meter tripa. Y le habría ido mejor si hubiese dejado muchas otras cosas: de engordar, de atiborrarse de píldoras, anfetaminas; si se hubiese dejado de extravagantes obsesiones... Seguramente le habría ido incluso de vicio si directamente hubiera dejado Las Vegas, Graceland y, sobre todo, de ser Elvis Presley.

El famoso “Elvis has left the building” fue una frase nacida para apaciguar a la histérica multitud adolescente después de los conciertos del Rey. No creo que haya nada que resuma mejor el éxito de dejarlo, una vez exprimido el éxtasis, ¿para qué quedarse?

Sea lo que sea todos tenemos algo que nos empequeñece o nos atiborra, algo que deberíamos dejar y con lo que seguimos por miedo de no volver a oír a la muchedumbre gritar de devoción o por dejar a unos cuantos escandalizados, en realidad las dos mejores razones para dejarlo. Lo triste es que muchas veces seguimos solo porque nos da la gana.

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