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Decir 'carallo'

EN LA REDACCIÓN de mi experiódico conocí a la persona que seguramente más veces ha dicho carallo. Se llamaba Santiso, pasaba de los cincuenta años y era una institución. Se encargaba de las páginas de televisión y de los pasatiempos. Le gustaba improvisar horóscopos en voz alta, que después redactaba con audacia, convencido de que también esa sección debía reflejar la verdad. Cuando algún día no llegaban cartas al director, las escribía él mismo. A menudo picaba las artículos de opinión que los colaboradores remitían a través del fax o por correo postal, y se le oía farfullar cosas como pff, chst, gggh, boh. Con el tiempo, estos sonidos inquietantes se volvieron casi poéticos; decían mucho de aquellas columnas.

Santiso acudía al periódico en un Opel Frontera de color granate con dos enormes dogos alemanes en el maletero. Su mujer lo había abandonado años atrás y los perros constituían su familia. Aparcaba el todoterreno en la parte de atrás del edificio para verlos desde su asiento. Los gatos que había en el periódico, y que de vez en cuando se subían a las mesas con un ratón en la boca, a medio morir, los había traído él. Todos los días se encargaba de darles de beber y comer. Le gustaba abrir las ventanas en invierno y cerrarlas en verano. Era el antagonista perfecto. Raramente permanecía más de cinco minutos en silencio, quizá por miedo a que se le suicidasen las palabras por dentro. Su cabello y su bigote eran blancos, y su piel poseía eso tono decadente y tierno que adquieren los chicles de fresa cuando los masticas durante demasiado tiempo.

"Tallón, carallo, buenas tardes, carallo, ¿qué tal el fin de semana, carallo? ", me saludaba cada lunes. La palabra carallo se incrustaba de un modo natural en todas sus frases, al principio, a la mitad, al final. Él ya no la oía, y al cabo del tiempo, tú tampoco. Te aclimatabas a ella y se volvía un sonido fantasma, sin repercusión. Impresionado, al principio me entretenía mirar el reloj y calcular en secreto cuántas veces la pronunciaba al cabo de cinco minutos. En una ocasión conté setenta y tres. Algunos compañeros, que se creían mejores por comunicarse con más corrección, jugaban a imitarlo, pero cuando ellos decían carallo el mundo se volvía verdaderamente feo, artificial e inhóspito. Santiso no se molestaba. Hacía que no los oía, y después de un silencio lacónico retomaba sus frases con sus carallos. 

"Tallón, carallo, buenas tardes, carallo. ¿Qué tal el fin de semana, carallo?", me saludaba cada lunes

Estos días me hizo pensar en él Mr. Colborne, el hombre bienhablado a quien Joseph Mitchell inmortalizó en una crónica del New Yorker en 1941, ahora recuperada junto a otras muchas por la editorial Jus. Mitchell se había topado con él en una taberna irlandesa, durante un día de perros. El periodista tenía los pies mojados y creía que iba a morir de un catarro, cuando lamentó en voz alta que hiciese "un tiempo del demonio ". Un señor barrigón, que lucía bigote blanco y cabello cano, como Santiso, se volvió hacia él y le advirtió que "el tiempo no va a cambiar porque diga palabrotas, joven".

A continuación le extendió una tarjeta de la Liga Antiblasfemia y que incluía una invitación a no decir obscenidades. Entablaron una prolífica conversación. Colborne llevaba cuarenta años limpiando el mundo de palabrotas, le explicó. "Mis socios y yo hemos repartido seis millones de tarjetas como la que le acabo de dar. Exterminadoras de blasfemias, las llamamos. ¡Seis millones!". Creía seriamente en que tarde o temprano las erradicarían. No conocía a mi excompañero.

Santiso trabajó más de tres décadas en aquel periódico. Un día lo echaron como a un perro. Me alegré cuando llevó al diario a juicio. Lo último que supe de él, hace ya tres años, es que estaba enfermo. No he vuelto a verlo. Siempre me acuerdo del día que me preguntó: "A ver, carallo, ¿tú que signo del zodíaco eres, carallo?" Le aclaré que acuario. Miró al techo, lleno de manchas de las goteras, y al final dijo: "No son tus mejores horas. Controla. Si puedes cerrar un acuerdo, no lo dudes. Mueve tus energías. Saldrás de esta". Nos miramos. "¿Qué te parece, carallo? " Asentí y al día siguiente se publicó tal cual.

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