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Colonia Brummell

Esta marca toma su nombre del 'Bello' Brummell, cuya casa fue centro de peregrinación en Londres solo para ver cómo se vestía

EN UNA ÉPOCA que no sé si ya ha pasado del todo, me intrigó mucho el origen de los nombres de algunos productos comerciales. Por qué Apple, o Nike, o Porsche, o Salvat, o Casio, o Spar, o Pléiade ... A toda costa deseaba saber qué había detrás de esas denominaciones que hacían fortuna, y que para los usuarios se volvían una presencia tan familiar y constante a lo largo del tiempo, que nos habituábamos a ella sin preguntarnos cuál sería su origen. En cierto modo, creíamos que su nombre era una fabricación, como el producto mismo, y no significaba nada, salvo un nombre vacío pero providencial. Me ocurrió con la colonia Brummell. Crecí viéndola en el armario del baño de la casa de mis padres, al lado de un vaso con una cuchilla, que siempre me parecía la misma, y la espuma de afeitar, cuya presencia me inquietaba por cuanto mi padre llevaba treinta años sin afeitarse la barba, que se arreglaba él mismo con una tijera. 

La colonia siempre estaba allí, igual que estaba, al salir por la puerta, en el horizonte, la montaña de Penas Libres, o un poco más abajo el río Barxas, o entre el río y mi casa, el prado de Las Pajaritas. Lentamente, la colonia dentro del armario se convirtió en un paisaje que jamás se alteraba. De hecho, me parecía que la colonia no se agotaba. Nunca vi hueco su sitio. Brummell no significaba nada para mí. Lo relacionaba con una invención que simplemente aspiraba a sonar bien y a quedarse en la memoria de la gente, que lo vería en los estantes de las droguerías, o los supermercados, y lo compraría porque le resultaba próximo, de fiar. Incluso podía que oliese bien.

Lo que distinguía a un dandi no era la opulencia de sus atuendos, sino el esmero acicalándose

Pero un día, como digo, entré en una etapa de mi vida en la que me fijaba en los nombres de las cosas, y me preguntaba por qué. Entonces, muchos años después, volví a abrir el armario del baño de mis padres, y distinguí la colonia. Seguía allí, por la mitad, como siempre. Me pareció que me miraba, y se preguntaba de qué le sonaba mi cara, más desgastada, y con barba de cuatro días. Inevitablemente, yo me quedé pensando en Brummell, un nombre del que ahora no podía imaginar por nada del mundo un origen accidental, fortuito. No tardé en darme la razón. Aquella marca, según averigüé, había hallado inspiración en George el Bello Brummell. Nacido en Londres en 1778, no era un tipo especialmente rico, o inteligente, o simpático, pero vestía mejor que nadie. No era extravagante, ni su estilo recargado. Eso sí, cuidaba el detalle. Le gustaba decir que un hombre elegante nunca llamaba la atención por la forma en que iba vestido. Si existió la figura del dandi, él fue uno de sus precursores.

En el Ejército entabló amistad con el príncipe de Gales, quien accedería al trono en 1820 como Jorge IV. Cuando su padre murió, George empleó la herencia en llevar una vida sin otras obligaciones que no dar golpe. Savoir vivre. Durante años, su casa fue centro de peregrinación a uno de los rituales más fascinantes que cabía contemplar en aquel Londres: ver cómo se vestía. Señores hechos y derechos, entre los que había duques, marqueses, condes, y el mismísimo príncipe de Gales, se sentaban y observaban en silencio el proceso de acicalamiento de Brummell, que se iniciaba con un baño, en una época en la que casi nadie se bañaba diariamente. Se decía que tenía tres peluqueros: uno para el flequillo, uno para la parte posterior y otro para las patillas.

El espectáculo duraba unas dos horas. Se trataba de conseguir una imagen magistral. Lo que distinguía a un dandi no era la opulencia de sus atuendos, sino el esmero con que se acicalaba. Los colores de su ropa se reducían al beige, el blanco y el negro azulado. Brummell se vestía y se volvía a vestir sin cesar. En un solo día podía utilizar tres camisas, dos pantalones, cinco corbatas, varios pares de calcetines y un sinfín de pañuelos. En cierta ocasión un visitante se presentó en su casa, y al ver el suelo lleno de corbatas le preguntó a Robinson, el mayordomo, si había pasado algo. «Esto no son más que nuestros fracasos», confesó Robinson.

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