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Atrapado

Los seres queridos y amigos de Lançon sufrían, pero él no: él era el sufrimiento mismo
Una manifestación tras el atentado. AEP
photo_camera Una manifestación tras el atentado. AEP

EN LA VÍSPERA DE QUE UN terrorista le pegase dos tiros en la cara con un fusil de asalto, y no lo matase, Philippe Lançon acudió al teatro con una amiga, a las afueras de París. Vieron Noche de Reyes. Lançon se desplazó en su bicicleta hasta la estación de Jussieu, donde la dejó candada a una reja y completó el viaje en metro. Por esos días la vida le sonreía. Escribía críticas culturales en Libération y crónicas en Charlie Hebdo, y en breve impartiría clases en Princeton, durante un semestre, centradas en novelas sobre dictadores latinoamericanos. Pero el 7 de enero de 2015 su mundo se vino abajo.

A media mañana se encontraba en la redacción de Charlie Hebdo cuando escuchó gritos y, al poco, disparos. Empezó a comprender y se lanzó al suelo para ponerse a salvo. En ese movimiento "recibí, al menos tres veces, el impacto de unas balas perdidas o disparadas directamente a corta distancia", relata en El colgajo (Anagrama). No hubo ráfagas. El terrorista que "se movía hacia mí dispara una bala y decía: ¡Allahu Akbar!. Disparaba otra bala y repetía: ¡Allahu Akbar!". Lançon estaba herido, inmóvil y con la cabeza bañada probablemente en suficiente sangre como para que el asesino, al acercarse, "no juzgara necesario rematarme". Se hizo el muerto hasta que sintió que los terroristas habían huido.

Al abrir los ojos vio su mano herida de bala, y justo al lado el cráneo abierto de uno de sus compañeros, al que le fluían sus sesos. Su recuerdo de aquel día incluye otros terribles detalles como el cadáver de un dibujante de la revista con el lápiz aún entre los dedos. Cuando advirtió a la primera persona viva, tuvo la sensación de que se acercaba desde otro planeta, "del planeta en el que la vida continuaba".

En el momento de sacar el móvil de su chaqueta, y tendérselo a una compañera para que llamase a su madre, se vio reflejado en la pantalla. "En lugar del mentón y de la parte derecha del labio inferior había no exactamente un agujero, sino un cráter de carne destrozada que colgaba y que parecía puesta allí por la mano de un pintor infantil […]. Lo que quedaba de encía y dentadura estaba al descubierto y el conjunto hacía de mí un monstruo".

La primera operación duró entre seis y ocho horas. Después vinieron muchas más, casi veinte a lo largo de un año, con largas hospitalizaciones (282 días) y una total suspensión de la normalidad, durante la que recibió miles de cartas, incluida la de otro colega superviviente del ataque, que tras varias semanas en coma, reunió fuerzas para escribirle un cómico email sobre su letargo: "Me daba palo morir".

El colgajo es, en esencia, la crónica íntima del proceso de reconstrucción de una vida hecha añicos desde todas sus vertientes posibles, hasta el punto de ya "no sentir amor por nadie". Durante meses, los seres queridos y amigos de Lançon sufrían, lo veía, pero él no: él era el sufrimiento mismo. "Vivir por completo en el interior del sufrimiento, estar determinado solo por él no es sufrir; es otra cosa, una alteración completa del ser", señala.

La lectura se volvió uno de los clavos ardiendo a los que se sujetó Lançon. Aunque no cualquier lectura. En realidad, leyó muy poco, pero qué poco. Durante su convalecencia acudía continuamente a los mismos pasajes de tres libros. Se aferró al principio de La montaña mágica, de Thomas Mann, que transcurre en un sanatorio para tuberculosos en los Alpes suizos; a algunas cartas de Kafka a Milena, y sobre todo a una treintena de páginas del tercer volumen de En busca del tiempo perdido, en las que Proust relata la muerte de su abuela. Esos fueron sus "tres espejos deformantes" hasta que abandonó el hospital y con el tiempo pudo volver al teatro, al cine, a cenar fuera o a pasear solo por la calle. Hay libros que nunca pasan en balde. Es también lo que ocurre con El colgajo, que no se lee, sino que El colgajo te lee a ti, y te quedas para siempre en su interior, como en una caja sin puertas. No puedes abandonarlo ni olvidarlo.

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