Blog | Permanezcan borrachos

Amor por las lavanderías

SIEMPRE HE tenido lavadora y tendal. Es una casualidad -y una desventura- que me persigue, y la única razón de que no frecuente las lavanderías. Son pese a ello uno de mis lugares preferidos, en los que siempre ocurre algo completamente normal, sugerente, risible y patético, aunque se trate de ficción. Me cambia el humor si en mitad de una novela o un relato algún personaje se dirige a la lavandería de su barrio y carga la ropa sucia de la semana, selecciona un programa y después se sienta a esperar a que lave. En ese tiempo a menudo sucede algo que varía el curso tranquilo de los acontecimientos, o produce alguna clase de brillo en la cotidianidad. Pasa mucho en la literatura norteamericana, a la vez que en su cine, supongo que por tratarse de una sociedad que, en general, considera que una lavadora en casa complica más que facilita la construcción de los días.

La semana pasada, durante la lectura de No, mamá, no, de Verity Bargate, volví a encontrarme con una lavandería. La novela, editada por Alba, me estaba pareciendo buena, y en ese momento me pareció de repente mucho mejor, solo por acertar a hacerme feliz con una escena sencilla. Jodie, la protagonista, acude con dos cargas, y mientras espera a que la lavadora acabe, mantiene una discusión con un hombre llamado Jack al que no había visto hasta entonces, y que poco a poco deriva en amistad, al punto que Jack tendrá un papel destacado en la resolución de la historia. Meses atrás había asistido al mismo destello en un relato de Lucia Berlin incluido en Manual para mujeres de la limpieza, y que se titula Lavandería Ángel. En ella, la narradora siempre coincide a la misma hora con un indio apache jicarilla del norte, viejo y alto, de pelo blanco y largo, que usa Levi’s descoloridos. Al principio, se sientan juntos y no se hablan. Él le mira las manos, no directamente, sino a través de un espejo. Mientras se lava la ropa al indio le gusta dar tragos a una botella de Jim Beam, a veces hasta caer borracho, y la mujer y el dueño del negocio tienen que auxiliarlo. Semana a semana se labra una particular relación, con las máquinas de fondo.

En una de las pocas ocasiones que acudí a una lavandería yo estaba en Florencia y era primavera. Me encontraba de visita en casa de una amiga que estudiaba Bellas Artes. En el piso que compartía con otras compañeras no tenían lavadora, y me pidió que fuese a hacer la colada, mientras ella asistía a clase. En la lavandería había revistas viejas y me entretuve de un modo casi antiguo. Al poco, entraron dos hombres, uno con traje y otro en bermudas. Me parecieron hermanos, aunque carecía de pruebas. Entre lo poco que pudo sacar de su conversación, me enteré de que el tipo del traje le había hecho ganar a un cliente una importante suma, quedándose una parte. Me sonó bien, es decir, mal. Por lo demás, me extrañó que no llevasen ropa que lavar. Simplemente se sentaron y hablaron.

Mucho más interesante resultó, hace unos días, la incursión en una lavandería de Ourense de una amiga de mi tía Marina. Acudió con catorce quilos de ropa sucia de su hijo mayor. Apenas la máquina empezó a girar, Mari Carmen distinguió un billete de 50 euros a la deriva. Con la ayuda de un empleado, y mitad alegre y mitad horrorizada, consiguió detener el programa y rescatar el dinero. En cierto modo, equivalió a salvar una vida. No repuesta todavía de la hermosa proeza, vio un segundo billete de 50 dando vueltas. Pero de dónde salía ese dinero, se preguntó. Esta vez recuperó el billete ella misma. Aliviada y perpleja, se dirigió a la terraza de una cafetería próxima, para amortiguar la espera. No había pedido aún de beber cuando reparó en el empleado de la lavandería, que corría hacia ella agitando los brazos: "¡Otro billete!" Mari Carmen se apresuró. No sabía qué pensar. Al apostarse ante la lavadora ya no eran uno sino dos billetes los que giraban.

Parecían indiferentes al agua y el detergente y a la inercia aburrida de las vueltas, contó Mari Carmen. "¿Qué hacemos?", preguntó el empleado. La mujer resopló. Justo cuando sacudió una mano y dijo "nada", los dos billetes ya eran tres.

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