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Fotógrafos de difuntos

En Galiza desde tiempos ancestrales la relación entre vivos y muertos casi siempre ha sido cordial y en ocasiones de mutuo respeto, guardando ciertas distancias, pero siempre sin que los vivos perdieran de vista a los muertos y viceversa. Y había hasta hace unas décadas el deseo de inmortalizar a los muertos. Castelao dibujó a un Valle-Inclán difunto y al rostro del cadáver se le hizo un molde de yeso, que me lo enseñó a mí su nieto Pancho Valle una tarde en su casa familiar.

Entre finales del S. XIX y las primera décadas del XX era costumbre en Galiza fotografiar a los muertos, hasta el punto del que podemos hablar de un género artístico. Hay gran variedad de estilos, tiros de cámara y encuadres. Las hay del cadáver solo y acompañado; sobre la cama o en un ataúd descubierto; de frente o de lado. Algunas, las menos, en el momento del entierro. Los tiempos de exposición eran muy largos, por lo que los fotografiados debían permanecer quietos durante minutos, lo que por razones comprensibles no era un problema para el difunto, pero sí para sus deudos, motivo por el que se buscaba un número limitado de público, cosa que ya era más complicada en el momento del entierro, en el que podía haber decenas o centenares de personas.

Hay algo común en todas esas fotos, que usted puede verlas a carretillas en una pantalla. Aparte de que se aprecia que todos los familiares están muy quietos, en posiciones más bien poco naturales, transmiten una razonable sensación tétrica cuando no directamente morbosa. Hay que tener en cuenta que una fotografía costaba por aquella época un potosí. Los materiales que utilizaban los fotógrafos eran muy caros y los profesionales escaseaban. En muchos casos la única foto que quedaba de un familiar era ésa, la de su muerte. La fotografía era parte de los gastos del entierro, por lo que había que hacerlo bien a la primera. Si alguien se movía, se hacía otra foto y se duplicaba el presupuesto. Así salen todos y todas, con un rostro liberado de emociones, actuando más que posando, con la mirada perdida y siempre muy serios, más serios que tristes, como si fueran estatuas o como si también estuviesen muertos.

La muerte, supongo que así lo entendíamos por aquellos tiempos, era uno de los momentos más importantes de la vida y había que dejar constancia de ello. Hoy ya no pensamos en Galiza tanto en la muerte porque nos han globalizado y preferimos ocuparnos en cosas más alegres, como hacernos millones de selfi es mientras la vida nos lo permita. Nos hemos convertido, en lo que a la fotografía se refiere, en un pueblo japonés.

Las razones por las que esa costumbre, que se dio en otras partes del mundo aunque con mucha menos intensidad, se popularizó en Galiza, son variadas según dicen quienes han estudiado el asunto: aparte de guardar el recuerdo de un ser querido, se enviaban copias a los parientes emigrados y en determinados casos servían como prueba para, por ejemplo, resolver una herencia. Dejaban constancia de que el antiguo propietario de tal finca había fallecido.

En muchos casos la única foto que quedaba de un familiar era esa, la de su muerte

Algunas son sobrecogedoras, sobre todo las de niños, niñas y bebés, que abundan. Tiene su lógica, pues por aquellos tiempos los índices de mortalidad infantil eran muy elevados, pero resulta doloroso ver al bebé muerto sobre la cama mientras los padres y los hermanos lo rodean manteniendo una compostura totalmente fingida para hacerse una foto que les costaría los ingresos de un mes. Curiosamente, la costumbre se fue perdiendo sin mayores motivos a medida que la fotografía se iba abaratando y popularizando. Todavía hacia los años setenta del siglo pasado poca gente mantenía la tradición, hoy totalmente abandonada. Por suerte, digo, porque yo me negaría a salir en una foto con un difunto y usted también, que entre pasarse la vida haciendo fotos y hacerlas con un difunto siempre hay un término medio, el de la gente sensata que sólo se hace una foto cuando cree que la circunstancia lo requiere.

Todos los fotógrafos de aquellos tiempos entraron en el negocio. El que a mi juicio lo hizo con mayor sensibilidad fue Virxilio Viéitez, quien hoy sería un excelente fotoperiodista y en sus tiempos un artista que nos dejó una obra excelsa en la que las fotos de difuntos son una pequeña parte de una producción que hoy admiran en el mundo entero. Era un señor de Terra de Montes que vivía pegado a la tierra y a su gente, retratándola como un profesional de la imagen con vocación de antropólogo. Qué triste todo esto.