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El escribano enterrado vivo

Ilustración para el blog de Rodrigo Cota. MARUXA
photo_camera Ilustración para el blog de Rodrigo Cota. MARUXA

En 1759, el fraile Jerónimo Feijóo y Montenegro, amigo del Padre Sarmiento, del que ya hemos hablado algo, escribió una obra titulada Cartas Eruditas y Curiosas. La Carta Octava, se titula: Sobre los que son enterrados vivos, y comienza así: "Con ocasión de haber enterrado, por error, a un hombre vivo en la Villa de Pontevedra, Reino de Galicia, se dan algunas luces importantes para evitar en adelante tan funestos errores".

Luego, el Padre Feijóo entra en detalles: el tío, un escribano cuyo nombre no nos menciona, sufrió un lamentable accidente cuyos pormenores tampoco son descritos. Simplemente, el escribano "dio consigo en tierra, privado de sentido y movimiento". El médico que lo atendió certificó su muerte y apenas pasadas catorce horas desde el fatal suceso, enterraron al pobre escribano. Al día siguiente, alguien se dio cuenta de que "la lápida que le cubría estaba levantada tres o cuatro dedos sobre el nivel del pavimento".

Abierto el sepulcro para ver qué había sucedido, encontraron al pobre escribano en una posición diferente a aquella en la que lo habían dejado, con un hombro "puesto en amago de forcexar", lo que evidenciaba que el buen hombre había despertado y había intentado salir de su inopinado encierro, seguramente con idea de pedir amablemente explicaciones al médico que lo había dado por muerto, así como a toda la familia del médico.

A mí no me gustaría despertarme enterrado, pero en mi velatorio no me importaría demasiado

Se deduce del texto que el escribano tropezó, cayó, quedó inconsciente y los presentes lo dieron por muerto. Llegado al lugar de autos un médico, echó un vistazo y certificó la muerte dando por cierto el diagnóstico de los vecinos, que velaron al señor y lo enterraron. El escribano despertó de su letargo en el ataúd y lógicamente trató de escapar, muriendo esta vez sí en el intento. No se me ocurre peor lugar para morir que un ataúd. A los ataúdes se llega ya muerto, no a medio morir.

Hasta ahí llega la historia que nos cuenta el Padre Feijóo. No nos dice en qué fecha ocurrió, ni si el médico fue castigado por su mala praxis, ni la edad del escribano ni las circunstancias en que sufrió el accidente. Igual cayó de un caballo. Estaríamos agradecidos si se hubiera explayado un poco más, pero como buen hombre de ciencias se limitó a relatar la parte del suceso que le interesaba, que era el hecho de que no se hubiera comprobado a conciencia si el accidentado estaba muerto o vivo.

Luego el autor pasa a aleccionar a los médicos incompetentes, a quienes llama brutos e insensatos. Los médicos, según Feijóo, se daban prisa en enterrar a los difuntos por miedo a la putrefacción de la carne, y tanta premura ocasionalmente podía dar lugar a errores como el cometido con nuestro escribano. Y se pregunta el fraile, con lógica aplastante:
"¿No estamos oliendo, y aun comiendo diariamente carnes y pescados, tres o cuatro días después de muertos, cuando ya se percibe su olor a cuatro, o seis pasos de distancia, sin que esto nos ofenda?".

Ilustración para el blog de Rodrigo Cota. MARUXA

Pues vamos a darle la razón, qué remedio nos queda. Sabemos que la costumbre de regar con limón pescados y mariscos viene de tiempos en los que se comían varios días después de la captura. Eran tiempos difíciles, no había neveras ni latas de conservas y se comía lo que había para comer, tuviera un día o una semana. El limón ayudaba a disimular sabores y olores. Feijóo vivió a caballo entre los siglos XVII y XVIII, por lo que es de suponer que la historia del escribano se produjo por aquellas fechas, quizá antes, pero en todo caso, la recomendación era igualmente válida en sus días, pues de otra manera no se hubiese molestado en contárnosla.

Visto así, tiene razón. Si podemos comer un pescado apestoso o una carne putrefacta, bien podemos esperar a ver si los escribanos se pudren o no se pudren antes de enterrarlos. Y ese consejo bien vale para hoy. Venden por ahí féretros con alarmas. Si el escribano despierta y hace un movimiento cualquiera o pide ayuda a gritos, como sin duda hizo nuestro protagonista, suena la alarma y alguien va corriendo a desenterrarlo. No se conoce caso de que alguna de esas alarmas haya saltado alguna vez, pero el día que lo haga comprenderemos su utilidad.

Contaba el otro día Rafa Cabeleira un caso parecido, el de una vecina suya de Campelo que despertó también en un ataúd, pero antes de ser enterrada, en medio de su propio velatorio. A mí no me gustaría despertarme enterrado, pero en mi velatorio no me importaría demasiado. Podría levantarme y pasar lista entre los presentes para poner una cruz a todos los que no estuvieran llorando mi muerte y no saludarlos en adelante.

El pobre escribano luchó por su vida. Hay que tener fuerza y estar desesperado para lograr levantar la tapa del sarcófago y tres o cuatro dedos la de tierra que lo cubría. No es manera de morir para un escribano. De haber tenido pluma, papel y tintero pudo dedicar sus últimos esfuerzos en levantar acta de lo sucedido.