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Los autómatas de Martínez de Presa. O no

Hace unos años, en 2000, la investigadora Mercedes Cabello encontró en la Universidad Complutense un ejemplar de un libro curiosísimo editado en 1662. El autor era un tal Domingo Martínez de Presa, licenciado y abad de San Feás, en Ourense, y el título de la obra, Fuerza del ingenio humano e inventiva suya: relación breve de instrumentos ingeniosos y de movimientos particulares en que se imitan a los naturales bla, bla, bla. El título no acaba así, con el blablá, pero como es demasiado largo nos llevaría tres líneas terminarlo, que son las mismas que empleo en explicar por qué no lo transcribo entero. Porque yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así, porque nadie me ha tratado con amor.

Bueno, el libro es una rareza por muchas razones. Casi todo él lo ocupan las dedicatorias, los permisos, unos cuantos poemas y un prólogo de cuatro o cinco kilómetros. Luego, en lo que es la obra en sí, viene una breve relación de los autómatas que él diseñaba, como robots de la época: una serpiente que se enrosca, se desenrosca y se larga corriendo; varios instrumentos musicales que sonaban de forma mecánica y hasta ahí la cosa va más o menos bien, hasta que al abad se le va la olla. Así describe uno de sus ingenios, el que recrea la batalla de Clavijo: "Están en campaña los moros recostados: no son más de tres: llégales una espía con un pliego, al punto se levantan y ponen en arma. Llegan los cristianos, que son cinco, trávase la pelea aporreándose unos a otros. Acude Santiago posteando en un caballo blanco y dándoles con la espada en las cabezas los echa al suelo".

Bien, no voy a ser yo quien ponga en duda esa invención. También había construido un centauro que iba tocando un pasacalles mientras disparaba una ballesta y se iba haciendo más grande o más pequeño aunque su tamaño medio era el de un novillo. Yo, si ustedes me lo permiten, voy a dudar MXde esta historia. Aunque el autor afirma que algunos de sus autómatas los habían visto reyes, condes y obispos, y que uno en concreto se encontraba en Madrid, no hay referencias al autor ni a sus inventos en ningún archivo, en ninguna biblioteca. La única fuente que conocemos es su propio libro, en el que se dedica un prólogo excesivamente largo y laudatorio para terminar diciendo que todos le envidian; y luego una relación de inventos muy ingeniosos. Ni un plano, ni un dibujo, apenas, en pocas ocasiones afirma que tal mecanismo se mueve por acción del agua o del aire, pero sin dar mayores detalles. Ni menores.

De su obra en todo caso no queda nada, ni en la actualidad ni en el recuerdo de nadie que lo haya visto. Ninguna referencia de terceros autores, ni en crónicas de la época, ni en la tradición oral, pues hasta que en el año 2000 apareció un ejemplar de su obra, nadie tenía recuerdo del abad que dedicaba su tiempo de ocio a engendrar robots. Desde entonces se han escrito algunos artículos poco divulgados porque son además muy malos, pero nadie ha encontrado nada. Yo he leído textos sobre sus inventos más largos que la relación que escribió el autor, pero que no dicen nada nuevo porque no hay más fuente que el propio libro de Presa.

Yo he leído textos sobre sus inventos más largos que la relación que escribió el autor, pero que no dicen nada nuevo porque no hay más fuente que el propio libro de Presa

Dejo ahí la duda razonable sobre el personaje y sobre su producción robótica, y mire usted que me duele, que yo por Galiza y por gallegos y gallegas ingeniosas de nuestra historia, mato. Ojalá apareciese por ahí, algún día, un relato, una crónica, un documento; el vestigio de alguno de sus inventos, un plano, algo que nos permitiera sostener con un mínimo de soporte la historia de Domingo Martínez de Presa, pero mientras no aparezca algo que refrende su relato, cabe la duda y quizá que nos encontramos ante el cuento de un desequilibrado.

Algunas veces ocurre: existe un cuento o una leyenda y luego se demuestra cierta, como la existencia de Troya, que no es poca broma, pero en otras ocasiones las cosas quedan en el limbo para siempre. En nuestro caso, el inventor explica que sus horas de ocio, perdido como estaba en un lugar alejado de todo, le invitaban a ocuparse en construir sus autómatas. Bien, también puede ser que tanto se aburría que acabó construyéndose una historia y escribiéndola. Puede que nunca lo sepamos, pero en todo caso el hombre merece una calle. Si realmente construyó todo lo que dice, más que una calle merece dos, pero si no lo hizo, igualmente se ha ganado un reconocimiento, pues hace falta más imaginación para inventarse sus autómatas que para crearlos. 

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