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Vuelva la equidistancia

Cartel de protesta contra la extradición de Julian Assange. EFE
photo_camera Cartel de protesta contra la extradición de Julian Assange. EFE

LLEVAMOS LA credulidad en el ADN y en la cultura occidental. Desde la infancia nos enseñan a creer que tres señores vendrán a principios de enero a traernos regalos si nos portamos bien y que un ratoncito mágico nos dará dinero a cambio de nuestros dientes. A partir de ahí todo vale. Esa candidez sería buena si se administrara bien, me parece a mí, como me parece que eso es imposible. Con el tiempo vamos decidiendo qué verdades y qué mentiras queremos creer y lo cierto y lo incierto acaban fundiéndose en una realidad paralela con la que nos sentimos a gusto. Si un jugador de nuestro equipo le revienta la rodilla de una patada a un defensa rival, protestaremos la falta si es que se pita y la celebraremos si no se señala. Podremos ver luego el vídeo mil veces y seguiremos diciendo que no vemos ahí ninguna falta mientras al pobre defensa le amputan la pierna.

Buscamos en la información y en la opinión a aquellos medios o autores que dicen o escriben lo que queremos leer, para reforzar nuestra posición. Tengo un vecino de Vox que siempre que me ve en el bar me acusa de ser rojo, que se me nota mucho. Luego me dice que tenía que ser como Jiménez Losantos, que es un tío objetivo que habla con claridad, siempre con la verdad por delante. Él es rico, de ahí que vote a Vox, y como usted o como yo, elige las mentiras en las que quiere creer para convertirlas en verdades absolutas. Somos así. Estamos hechos para creer lo que nos conviene.

La verdad no vive tiempos felices. No sirve ya para nada. Mire usted a Julian Assange, a punto de ser extraditado a los EE.UU. para cumplir una condena de por vida por contar miles de verdades con todo y documentos. Es un paria que se pasó 7 años encerrado en una embajada y salió de ahí con el coco destrozado, naturalmente.

Si somos capaces de discutir verdades absolutas, como la esfericidad de nuestro planeta, qué quiere que le diga sobre otros asuntos. La escala de grises que siempre existía entre la verdad y la mentira se ha desvanecido. Mire usted lo de Ucrania. O se está de un lado o del otro. No está bien que uno piense que Putin es un zarista y que además crea que Zelenski es otro autócrata que mantiene en su Ejército a batallones nazis y no hace más que exigir a gritos dinero y armamento para mantener una guerra que no puede ganar y que eso arruinará a Europa. O una cosa o la otra. Con Putin o con Zelenski y la Otan. Pues no. Estará uno donde mejor le plazca, digo yo.

La neutralidad, antes tan valorada, también ha caído en desgracia. Acuérdese cuando el referéndum en Catalunya. Usted y yo no éramos neutrales. Yo abogaba por validar el resultado y formalizar la declaración de independencia y usted no, pero me dolió ver a tanta gente crucificada por mantenerse neutral. Equidistantes, les llamaban unos y otros, que era el peor insulto que se podía chillar aquellos días, como si cualquier persona no pudiese creer en aquello que le diera la gana. Se imponían las posiciones rocosas e inamovibles, sin opción a moverse ni medio milímetro de una u otra postura y convertirse en un equidistante traidor a las dos causas.

Así es como la verdad y la mentira conviven sin crear contradicciones entre quien cree en ambas. Parece que si a alguien le gusta la pesca también ha de gustarle la caza, los espectáculos taurinos y las soflamas xenófobas, racistas y homófobas. No puede simplemente salir a por chocos y volver a su casa tranquilamente a comérselos sin meterse con nadie. Se exige tomar partido y no moverse salvo para irse a otro partido, en plan Toni Cantó. De ahí viene esa polarización social que se vive en todas partes: de la desaparición de la neutralidad y de la equidistancia, hoy tan degradadas como indispensables.

Los que no somos neutrales en ciertos asuntos, necesitamos también que otros lo sean. Es que la cosa puede ser desesperante. Hace unos meses me metieron en un grupo de gente interesada en la Historia de Galiza. A los diez minutos salí espantado porque la mitad de los miembros empezaron una batalla a muerte, entre insultos de buen calibre y argumentos más o menos razonados, sobre asuntos que nada tenían que ver con la Historia de Galiza, sino con su manera de entender el nacionalismo. De ahí la necesidad de los equidistantes, que aunque nunca van a ganar, sí pueden moldear las discusiones y relajar un poco el ambiente, que la vida va avanzando y la única manera de alcanzar consensos pasa por algún equidistante que ande por ahí disimulando su neutralidad como un leproso.

Los equidistantes serán las grandes víctimas de esta generación. Se les negará el pan y la sal y parirán con dolor. No es buen momento para distinguir una verdad de una mentira sino para ir por la vida con el respectivo libro de doctrina a la vista de todos.

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