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La rebelión de las monjas gallegas y el papa Clemente XI

Blog de Rodrigo Cota
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Es difícil encontrar para esta sección historias protagonizadas por mujeres. Si hablamos de la Edad Media ya ni le cuento. Algunas hay, que ya las ha contado usted, pero la proporción entre mujeres y hombres calculo yo, debe rondar la de una historia con prota mujer por cada 200 de personajes masculinos. En fin, no me considero responsable del heteropatriarcado histórico pero con todo y ello nos metemos hoy en un relato encantador protagonizado por un montón de mujeres gallegas valientes, 23 en total, que se enfrentaron en 1710 a los abusos machistas a las que eran sometidas y lograron una sonada victoria. El hecho adquirió tales dimensiones que acabó interviniendo el papa Clemente XI. En enero de ese año, 18 de las 23 monjas del convento de Santa Clara en Pontevedra rompieron sus votos de clausura y obediencia y emprendieron camino a Compostela para reunirse con el arzobispo Monroy para denunciar "la presión y tiranía" que sufrían a manos de los frailes franciscanos de esta misma ciudad. El escándalo fue mayúsculo y las presiones debieron ser insoportables, pero ellas allá se fueron. El arzobispo estaba enfermo, por lo que fueron recibidas por su vicario, Joseph Antonio Jaspe, a quien transmitieron sus quejas y su reclamación de quedar directamente bajo la jurisdicción del propio arzobispado para no depender de los franciscanos.

Sus lamentos, al menos los que dejaron rastro documental, eran principalmente dos: uno, que cada vez que moría una monja, seis frailes acudían al sepelio y se quedaban a comer con las monjas, lo que contravenía todas las normas, pues en la clausura ni salen las monjas ni entra nadie que no lo sea. En esas comidas, además, los franciscanos agotaban los recursos de las monjas, que vivían malamente de lo que producían y de alguna donación. Sin añadir más detalles, hacen constar que de esas comilonas "resultaban no muy buenas consecuencias"; la otra queja, no menor, era que los frailes tenían llaves de las bodegas de la sacristía y de la iglesia de Santa Clara, lo que les permitía pasearse de un lado a otro de la zona reservada a la clausura de las monjas.

El arzobispado se mostraba muy favorable a atender las reivindicaciones de las monjas, pero el guardián del convento de frailes franciscanos, que se llamaba Gerónimo de Abyun, para que sepamos quién es el malo, se salió de los cauces religiosos y puso un pleito civil. Mientras el asunto se resolvía, las 18 monjas exclaustradas fueron acogidas en las Torres Arzobispales, una fortaleza medieval que se encontraba en la antigua ciudad amurallada y de las que hoy conservamos apenas una porción que es visitable. Pasaron casi dos años, entre enero de 1710 hasta diciembre de 1711, momento en que el papa Clemente XI, a solicitud del arzobispado compostelano, tomó cartas en el asunto y ordenó a Abuyn enviar una carta al Vaticano en la que los franciscanos cedían la jurisdicción de Santa Clara al arzobispo compostelano. Piérdete, Abuyn, friki misógino egocéntrico y estúpido.

Se valoraron, imagino, los antecedentes, pues años antes de la rebelión de las monjas, estas habían transmitido numerosas quejas que siempre habían sido ignoradas. Y se habrán tenido en cuenta las declaraciones de las mujeres sobre esas "no muy buenas consecuencias" que se derivaban de esas comilonas. Lo que habrán sufrido en esos 2 años las monjas no quiero ni imaginármelo, alejadas de su convento y encerradas en una fortaleza, donde permanecieron presas voluntariamente.

Quedaba un asunto por resolver: para que las monjas pudieran reingresar en el convento hacía falta el permiso de las 5 monjas que no se habían ido, y particularmente de la abadesa, Dameana de Castro. Estaba todo pensado desde el primer momento. Las monjas habían acordado que la abadesa permaneciera en el convento en compañía de otras 4 precisamente para readmitir a las fugadas si fi - nalmente lograban el objetivo. Se reunieron todas de nuevo y fueron felices en adelante.

Se acordó que las necesidades espirituales de las monjas serían cubiertas por un sacerdote designado por el arzobispo y que las llaves fueran devueltas a la comunidad. El triunfo fue total. Las monjas cubrieron holgadamente sus objetivos y los franciscanos sufrieron la humillación de verse obligados a ceder. Nunca más un franciscano volvió a pisar Santa Clara.

Esta historia, que distribuyó entre la prensa el Concello de Pontevedra, cumpliéndose el primer aniversario de la adquisición del convento con su iglesia y sus jardines, la cuenta Suso Vila en su obra ‘Estudio histórico artístico. Santa Clara de Pontevedra’. Suso Vila cita en nota a pie de página a la colección de documentos recopilada por Casto Sampedro, fundador del Museo de Pontevedra, solamente superado como historiador por Filgueira Valverde, su sucesor.

Pues muy a gusto de conocer y transmitir este relato de las monjas rebeldes que se lo jugaron todo para liberarse de sus opresores y ganaron. Ya me gustaría a mí toparme con una joya como esta cada semana o cada dos, pero como digo, valga este relato por 23, uno por cada una de las monjas que urdieron su arriesgado plan, y un brindis por ellas, que merecen una calle, o 23.