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Lucha de géneros

HACE DOS o tres días, Joaquín Leguina incendiaba las redes con una frase: “En España, si dices que hay muchas denuncias por violencia de género que son falsas, eres un machista”. Si nos atenemos a la literalidad de la afirmación, es totalmente cierta. Solamente un machista puede escribir algo así. Leguina, a quien casi todos tuvimos por un tío cabal, entiende que el 0,01% de las denuncias por violencia de género son “muchas denuncias”. Frente a unas 135.000 denuncias presentadas por mujeres que sufren maltrato, las falsas no llegan a veinte, según datos del Instituto Nacional de Estadística. Ya antes, a principios de 2013, Toni Cantó había hecho, también en Twitter, una afirmación similar: “La mayor parte de las denuncias por violencia de género son falsas. Y los fiscales no las persiguen”.

Si las afirmaciones de uno y otro son graves, más lo es que procedan de cargos públicos. Leguina es miembro del Consejo Consultivo de la Comunidad de Madrid. Cantó, curiosamente era entonces portavoz de UPyD en la Comisión de Igualdad del Congreso. Sin mucho problema se puede decir que ambos son culpables de ejercer un tipo de violencia machista especialmente pernicioso. Se trata de esa corriente neomachista que pretende retomar la iniciativa retorciendo la realidad y los datos hasta hacerlos irreconocibles. Son los mismos que se refieren a las feministas como “feminazis”; son los que dicen cosas como que “también hay hombres que mueren a manos de sus parejas”. Claro. En 2011, que es el último dato que encuentro, murieron siete varones a manos de sus parejas. De ellos, en dos de los casos las parejas eran también hombres. De los cinco restantes, al menos en uno la mujer sufría maltratos y los había denunciado. En ese mismo año, fueron 61 las mujeres asesinadas por sus parejas. No existe la violencia de género, o es residual. Existe la violencia machista, que no es exactamente lo mismo. La perversión de los términos es parte del problema. Siempre buscamos un diccionario para encontrar la palabra menos molesta.

A todo ello habría que sumar los casos como el sucedido anteayer en Moraña. Un hombre mató a sus hijas de nueve y cuatro años para vengarse de su expareja, caso desgraciadamente muy frecuente. Nos conmociona por las circunstancias terribles y por que ha pasado aquí al lado y no estamos acostumbrados a que estas cosas pasen aquí al lado, lo que nos permite verlas habitualmente como algo que afecta a otros, a los de allá, sea donde sea ese allá.

Detrás de la violencia machista siempre hay la certeza, por parte de quien la ejerce, de que saldrá ganando. El asesino de Moraña mató a sus hijas porque eran niñas y menores, por tanto indefensas. Lo hizo sabiendo que si fueran dos maromos de treinta años, se tragaba la radial. Sin embargo, al parecer luego “intentó suicidarse”. Pero fue perfectamente capaz de defenderse de sí mismo. No empleó en su propia muerte la misma determinación que en la de sus hijas.

Y ahora me voy a meter en un pantano. Puede que nunca vayan a ser los hombres los que cambien esto; puede que los movimientos feministas deban ser mucho más radicales, combativos, ofensivos. No se piense que escribiendo esto estoy responsabilizando a las mujeres de la violencia machista. No es eso. Es que son los hombres los que agreden y las mujeres las que sufren y mueren. Y si la sociedad en su conjunto no es capaz de resolverlo, no se resolverá jamás a no ser que ellas tomen la iniciativa. Muchas lo hacen, pero por lo que se ve no son suficientes. Los derechos de las mujeres siempre se han logrado en contra de los criterios de una mayoría de los hombres.

El machista solamente se doblega ante la fuerza o ante el escarnio. Lanza un piropo a una mujer sin importarle si la está ofendiendo, que sí la está ofendiendo; la viola convencido de que es exactamente lo que ella está deseando. El machismo lo alimentan los hombres al imponer que una mujer cobre menos por hacer el mismo trabajo; que los cargos de responsabilidad sean ocupados por hombres con menos méritos. Que por tener hijos la situación laboral siempre será inferior para la mujer, o el abuso diario que sufren en sus casas, en sus puestos de trabajo. Y los hombres lo harán hasta que ellas digan “basta, se acabó”. Lo que la experiencia nos dice es que en una sociedad articulada en torno a la supremacía machista, en la que genera más debate la marcha de Casillas que los asesinatos de mujeres a manos de sus parejas o exparejas, son las mujeres las que deben liderar la exigencia de sus derechos, porque los hombres no lo harán. Ahora vendrán muchos hombres airados a decir: “No es cierto. Yo no soy machista. Yo lucho por la igualdad entre géneros”. Bien, dímelo cuando hayas cedido tu puesto de trabajo o tu sueldo superior a una mujer que lo merece más que tú. No sé si yo, viéndome en el caso, lo haría por las buenas, si quiero ser honesto.

Las mujeres sufren una lucha de géneros en la que van perdiendo desde el principio de los tiempos. En un bando están los hombres, machistas aunque no lo sepan, instalados en una comodidad que les favorece, lo cual no deja de ser una forma de agresión. En otro las mujeres. Sus adversarios no sólo son hombres como Leguina o Cantó. También son los que ponen el grito en el cielo ante Leguina o Cantó pero no están dispuestos a renunciar a lo que, conscientemente o no, creen que les pertenece. Los derechos se piden, y si no se toman. Nunca es el opresor el que se iguala en derechos al oprimido. No se ha dado un caso sin revolución de por medio.



*Se mantiene el idioma original del artículo.

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