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La madre de todas las reuniones

Algunos se conocen desde que tienen cinco o seis años, hace de eso más de cuatro décadas, aunque la mitad de ellos, la rama coqueta, lo negará, pues el dato los acerca al medio siglo de vida. Es un grupo de compañeros del Colegio Estudio. Cuando se vieron por primera vez llevaban mandilones. Compartieron clases durante algo más de diez años en los que crecieron juntos. Luego cada uno se fue por su lado, pero jamás perdieron el contacto. Han pasado treinta años o más desde que dejaron el Estudio, pero suelen montar un par de reuniones formales al año, en verano y en estas fechas. Luego, entre una y otra, intentan organizar para verse cuando alguno se desplaza a la ciudad donde vive otro, pues muchos han dejado Pontevedra.

A la familia no la elige uno, ni a los compañeros de clase, pero sí a los amigos, y ellos eligieron amigos entre sus condiscípulos. En mi vida jamás he conocido a un grupo tan compacto como éste, tan fiel a sí mismo desde los años setenta. Y tan integrador. Mientras las pandillas de los ochenta y noventa se fueron disgregando por desencuentros y distancias, ésta se iba manteniendo inalterable y ya no parece que a estas alturas se vaya a romper, pues ha sobrevivido a la infancia, a la adolescencia y a la madurez de sus integrantes, lo que sin duda los llevará a la vejez, una vez superados los años más difíciles, que son los ya vividos sin mayores contratiempos.

Yo tuve la fortuna de ser uno de aquellos niños, pero la vida me los quitó durante cinco años y cuando regresé estaba un curso por debajo de ellos. A muchos no los reconocería por la calle si me cruzara con ellos, lo que seguramente ha sucedido en varias ocasiones. Mis disculpas. Hace un par de años montaron un grupo de WhatsApp y me agregaron. Somos 17. La mayor parte de aquella clase está ahí. La foto del grupo es esclarecedora. Una excursión en blanco y negro a mediados de los setenta, puede que todavía en tiempos de Franco. No más de veinte personas contando a la profe, que si no me falla la memoria, es Gema. Casi todos, con alguna baja inesperada, se siguen reuniendo a fecha de hoy.

El pegamento del asunto es Pepe Solla, siempre pendiente de cada uno de los demás. Durante todos estos años, mientras se iba convirtiendo en un cocinero Michelín, mediático y revolucionario, ponía el mismo cariño en renovar la amistad con sus compañeros que en diseñar platos. En el grupo de mensajería se confiesan, comentan noticias de actualidad, hablan o discuten sobre política, se cuentan sus vidas, ríen las bromas y lloran, cada uno sobre los hombros de los otros. Yo no suelo entrar, pues uno allí se pierde cuando no tiene demasiado claro quién es quién y cuando de pronto abre el móvil y ve que han dejado, sin exagerar, doscientos mensajes en veinte minutos. También porque en ocasiones me siento como el invasor de una intimidad que no le corresponde por derecho. Yo fui un desertor de aquella clase, muy a mi pesar.

Conforman una pequeña sociedad con ecosistema propio; generan una complicidad que solamente es posible entre amigos de toda la vida o entre miembros de un clan escocés. Se quieren, se esperan, se añoran y sienten una mutua admiración difícil de entender salvo para quien, como yo, tiene la oportunidad de verlos a corta distancia. Sufren y se alegran juntos con una sinceridad frenética. Saben que los demás no fallan, que se adivinan los pensamientos y se anticipan a las respuestas. Son como un grupo de hermanos tan bien avenidos que casi diría yo que cuando se juntan, en persona o en la distancia, se ponen inconscientemente el uniforme del Estudio: jersey blanco de cuello cisne y todo lo demás azul marino.

Tienen, además, ciertas peculiaridades. En aquel colegio había muchas clases, pero solamente ésta se sigue manteniendo como un aula inalterable. Por lo demás, el Estudio era el único colegio mixto de la época, por lo que hablamos del único grupo de antiguos alumnos de aquellos años que hoy puede reunir a mujeres y hombres. Sin duda, el centro más progresista y liberal, en el sentido menos político de ambos términos, que tenía Pontevedra y su comarca. Allí la educación religiosa era la mínima legal, y no se adoctrinaba a nadie, entre otras cosas porque entre su profesorado había nombres como el de Luis Tilve o Alfredo Conde , poco proclives, por razones obvias, a impartir disciplinas del régimen.

Si algún grupo merece el premio a la fidelidad es éste, al menos de los que yo tengo noticia, de ahí que sea el elegido para este texto. Nadie acude por motivos familiares o laborales. Tampoco por pertenecer a una peña o a una asociación. Se ven porque se quieren y porque se pasan todo el año esperándolo. Benditos sean.

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