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La importancia de un hueco

Un hombre admira el cuadro de la 'Gioconda'. ARCHIVO
photo_camera Un hombre admira el cuadro de la 'Gioconda'. ARCHIVO

HASTA EL 22 de agosto de 1911 La Gioconda no era una obra tan famosa ni tan valorada ni tan estudiada. Pocos cuadros dejó Leonardo, unos 15 en total, muchos de ellos inacabados como la propia Gioconda. Leonardo era muy dado a dispersar su talento. Y esta obra era una más, pero resulta que un día antes, el 21, alguien la robó en el Louvre. Era lunes y el museo estaba cerrado, así que nadie advirtió la desaparición hasta bien entrado el martes. Resulta que era habitual descolgar cuadros para llevarlos a la sala de fotografía, así que a nadie le extrañó su ausencia.

La noticia empezó a aparecer en la prensa a partir del miércoles 23 y aquello fue una locura. Todos los periódicos abrían portadas con una foto de La Gioconda y las teorías, algunas de ellas delirantes, se abrían paso. Sobre el perfil del autor del robo se especuló mucho: que si era un millonario amante del arte que había encargado el robo, que si era un personaje obsesionado con la Monna Lisa, que si se trataba de un secuestrador que pediría un rescate. Llegaron a interrogar a Picasso y Apollinaire. En 1913, perdida toda esperanza de recuperar la obra, el Louvre la retiró de su catálogo.

Pero en noviembre de ese año, un tipo que se hacía llamar Leonardo contactó con el director de la Galería de los Uffizi, en Florencia, afirmando que tenía a la Monna Lisa y quería venderla. Acudió el director con un experto y en cuanto comprobaron que el tal Leonardo les presentaba la obra auténtica, lo mandaron detener. Resultó ser un pobre hombre, Vincenzo Peruggia, extrabajador del Louvre, carpintero y decorador. Simplemente, se presentó el día del robo en el museo vestido con la bata blanca que servía de uniforme a los empleados, entro en la sala donde estaba La Gioconda, la descolgó, se deshizo del marco tras unas escaleras, escondió el cuadro bajo su bata y salió tranquilamente caminando por la puerta, como si no llevara a La Gioconda consigo. Luego lo escondió en el doble fondo de un baúl y allí lo tuvo, en una pensión de mala muerte, hasta que decidió llevarlo a Italia. Juzgado allí, pasó 7 meses en prisión. Aunque estaba acreditado que había intentado vender la obra, declaró que la había robado en un acto de patriotismo pensado, erróneamente, que era fruto del expolio de arte de Napoleón y que sólo quería devolverla a Italia. El público y el juez le compraron el relato.

Lo más llamativo y desconcertante no es todo lo antedicho, sino lo que ocurrió los meses inmediatamente posteriores al robo: el Louvre permaneció cerrado durante una semana para que la policía hiciera sus cosas. Cuando reabrió, batió récords de visitas. Miles de personas que se acababan de enterar de la existencia de La Gioconda y que jamás habían puesto un pie en un museo, se agolpaban en la puerta y hacían horas de cola para entrar. Todos iban con la misma intención: ver el hueco que había ocupado el cuadro en la pared. Entre otras dos pinturas, quedaba el espacio en el que únicamente se veían los cuatro clavos que habían sostenido a la Monna Lisa y para contemplar ese hueco era para lo que el público acudía en masa, alentado por la cobertura y las especulaciones mediáticas. Acudió más gente al Louvre en unas semanas para ver el hueco de la que había ido en años a ver La Gioconda.

El ladrón, Vincenzo Peruggia, hizo más por acercar el arte al gran público que nadie antes jamás. El hueco fue en sí mismo una gran obra artística nunca reconocida. Gracias al hueco, La Gioconda se convirtió en el cuadro más famoso de la historia y todos los expertos procedieron, seguramente con razón, a hablar de la sonrisa, de la mirada, del pelo, de la piel, de las manos, del vestido y del paisaje que se ve tras la mujer. Pero más allá de todo, lo que logró Peruggia fue que el público aprendiera a apreciar el poder del arte, cosa que antes de aquello no ocurría. El mundo entero comprendió que una obra artística puede tener un valor simbólico incalculable, pero para ello Peruggia tuvo que crear ese hueco. Si no hubiera robado la obra, aquello no hubiera ocurrido, al menos en ese momento y de esa precisa manera.

El arte tiene una deuda impagable con este pobre diablo que fue un genio involuntario. Tendrían que existir museos con su nombre y calles, plazas y monumentos por el mundo entero. Y los responsables del Louvre harían bien en acudir a esa pared, reconstruir la obra de Peruggia, con todo y los cuatro clavos y abajo poner una leyenda: Hueco. Vincenzo Peruggia, 1911.

A los huecos no les prestamos la debida atención, pero son importantes. Nos recuerdan lo que hemos perdido y nos enseñan a amar lo que tenemos. Y en casos como el de Peruggia los huecos nos abren los ojos y nos llevan a mundos desconocidos que pueden ser hermosos. Nunca un ladrón nos ha dado tanto sin recibir nada a cambio.

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