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Hombre, Antón, tal como yo lo veo...

SE DICE que la primera virtud de un dirigente es la de saber escuchar. Después de haber conocido a unos cuantos, estoy en condiciones de señalar al socialista Antón Louro como el político que mejor ha sabido escuchar, por lo menos a mí. Louro lo había sido casi todo cuando yo lo conocí: venía de ser delegado del Gobierno en Galicia tras una larguísima trayectoria desempeñando cargos públicos y orgánicos y había vuelto a casa para entrar en el gobierno municipal de Pontevedra como socio del BNG.

El caso es que un día cualquiera, eso debió ser sobre el año 2011, coincidimos en una cafetería y se sentó a mi izquierda. Me pidió mi opinión sobre la política local y mientras yo contestaba, advirtiendo su gesto interesado, fui alargando mi respuesta. Él asentía o discrepaba moviendo la cabeza en diferentes sentidos: hacia arriba y abajo o de un lado a otro; de vez en cuando se detenía y parecía reflexionar sobre mi discurso. Cuando acabé de hablar, permaneció pensativo durante un buen rato y me preguntó: "¿Entonces, Cota, qué crees que va a pasar?". Yo le conté lo que creía que iba a pasar mientras mi aprecio por él aumentaba en la misma medida en la que me hacía ver, con todo tipo de gestos, que valoraba especialmente mi opinión.

"Espera, que por este oído estoy sordo"; allí supe que Louro llevaba cuatro años sin escuchar ni media de lo que yo le decía

La escena se repitió cada dos o tres meses a lo largo de los siguientes cuatro años. A veces nos llamábamos para vernos. Siempre se sentaba a mi izquierda, así que cuando me lo encontraba o pasaba por el Concello, me acercaba a saludarlo y me sentaba a su derecha, imaginando que el lugar que ocupábamos habitualmente, yo a su derecha y él a mi izquierda, obedecía a una costumbre que habíamos desarrollado sin más. Sus preguntas eran cada vez más cortas, mis respuestas más extensas y las conversaciones se alargaban hasta hacerse interminables. Las cuestiones que Louro me planteaba, además, adquirían mayor categoría. Con el transcurrir del tiempo, pasamos de hablar de los asuntos locales a los autonómicos, de ahí a los estatales y a los internacionales. Un buen día, Louro ya pedía mi opinión sobre la política económica de Obama. Yo no tenía conocimiento alguno sobre ese asunto, pero lo veía ahí, tan atento, que podía pasarme media hora explicándole mi visión sobre la política económica de Obama; luego me preguntaba sobre las consecuencias de la Primavera Árabe o sobre la crisis financiera internacional. No hubo tema que no tocáramos.

Llegué a creer que yo era una especie de consejero áulico de Antón Louro, que sentíamos una admiración mutua y que mi opinión modelaba su quehacer político hasta un punto en el que no era capaz de dar un paso sin preguntarme antes. Louro siempre buscaba mi consejo y yo se lo daba a lo bestia.

Así pasaron cuatro años, hasta que decidió no concurrir a las municipales de 2015. Pocos días después, durante la campaña, nos volvimos a encontrar. Él estaba sentado en una terraza. Yo me senté a su derecha, como siempre, aguardando sus preguntas, dispuesto a brindar mi sabiduría. "Cota, ¿cómo ves la campaña?". Antes de escuchar mi respuesta, se levantó y mientras cambiaba de sitio, me reveló la terrible verdad. "Espera, que por este oído estoy sordo y no oigo. Tengo que ponerme al otro lado". Así supe que Louro llevaba cuatro años sin escuchar ni media palabra de lo que yo le decía, colocándome junto a su oído sordo precisamente para no enterarse de nada. Por primera vez le interesaba mi opinión y por eso se sentaba al otro lado. Yo esperé a que ocupara su nuevo lugar y empecé a hablar: "Hombre, Antón, tal como yo lo veo…". En ese momento miró el reloj, dijo que llegaba tarde a no sé dónde, se despidió y se fue. Ésas fueron las únicas palabras que me oyó decir en cuatro años de conversaciones en las que me hizo hablar durante horas y horas: "Hombre, Antón, tal como yo lo veo…".

Pero echo de menos aquellas charlas, tan agradables para ambos. Nadie me ha escuchado como Louro cuando me sentaba a su derecha para no escucharme. Sus gestos de sorpresa, de duda, la soltura con la que mostraba acuerdos y desacuerdos me dieron las mejores conversaciones que he tenido en mi vida. Desde entonces siempre me pregunto en qué pensaba mientras yo hablaba. Ya que aquellas muestras de atención no eran para mí, supongo que iban dedicabas a la conversación imaginaria que mantenía consigo mismo. Yo era una persona hablando sola frente a otra que fingía escuchar. Por su parte, él se limitaba a hacer preguntas cuyas respuestas no le interesaban en absoluto. Nos entendíamos a la perfección. Después de todo, cuando al fin decidió escucharme, no me dejó decir más que siete palabras. Fueron demasiadas, ahora que lo pienso. Se rompió el hechizo. Fue un error suyo sentarse en el sitio equivocado. En ese momento nos convertimos en dos desconocidos, como dos mimos que de pronto, a media función, se ponen a cantar.

¡Ah, qué tiempos! Un día cualquiera quedaré con él para sentarme a su derecha y esperar una pregunta. Entonces, como si nada, comenzaré a hablar donde lo dejé: "Hombre, Antón, tal como yo lo veo…".

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