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Esclavos chinos

CONTÉ UNA vez en un libro el caso de un pontevedrés, José Budiño y Fervenza , que cumplió una condena de dos años en Cuba por atracar a un esclavo. “Asalto y robo de una onza de oro y cuatro reales al negro Ricardo”, decía la sentencia, que describía al asaltador: “Es hijo de Benito y de Manuela , natural de Pontevedra, vecino de Regla, labrador, soltero, de 32 años de edad, estatura 5 pies, 2 pulgadas, color trigueño, boca grande, nariz afilada, ojos pardos, pelo castaño, cejas ídem, barba cerrada, una mancha de color achocolatado sobre el vientre”.

Eso sucedió en 1863. El negro Ricardo tenía un salario de seis onzas de oro, que era una miseria. Por aquella época, estaban también de moda los esclavos chinos. Eran más baratos y los intermediarios casi se eliminaban, pues los esclavos chinos no tenían que ser capturados ni comprados. Se vendían a sí mismos, algo que para su futuro propietario era maravilloso. Entre las cláusulas que firmaban había una como ésta: “Bajo ningún concepto podré, durante los ocho años de mi compromiso, negar mis servicios á la persona á quien se traspase este contrato, ni evadirme de su poder, ni siquiera intentarlo por causa alguna”.

Los esclavos chinos no solo eran más baratos, pues no había en realidad compra sino alquiler. O sea, que la única inversión que había de hacer el que los esclavizaba era la que cubría los gastos del transporte. Además de eso, los esclavos chinos cobraban mucho menos que los negros y así se estipulaba igualmente en el contrato que estaba redactado en castellano y en mandarín: “Declaro también que me conformo con el salario estipulado, aunque sé y me consta ser mucho mayor el que ganan otros jornaleros libres y los esclavos en la Isla de Cuba”. El salario era de cuatro pesos al mes, con jornada de doce horas seis días a la semana. Descansaban los domingos, salvo que estuvieran asignados al servicio doméstico, en cuyo caso la disponibilidad era de 24 horas durante los siete días de la semana y durante la vigencia del contrato, que solía ser de ocho años. Una vez finalizado éste, el propietario podía optar entre renovar o dejar tirado al esclavo, que ya inútil para el trabajo, no tenía medios para regresar a su país ni para subsistir en Cuba.

La estipulación del salario tenía un doble objetivo. Primero, incentivar al trabajador, haciéndole creer que recibía una recompensa justa por su trabajo; y en segundo lugar que él mismo cubriera parte de sus necesidades básicas. Pero obviamente el salario estaba calculado para que el trabajador nunca pudiera ganarse dignamente la vida, pues con la dignidad solía venir el descontento y la posterior rebelión. El esclavo debía permanecer siempre humillado y debía saber que su única posibilidad de subsistencia pasaba por permanecer junto a su patrón. En el caso de los esclavos procedentes de China, generalmente de Macao, era más fácil, pues eran ellos mismos los que aceptaban voluntariamente las condiciones infrahumanas para no morir de hambre y pensando que en Cuba tenían una opción de futuro menos indigna que la que vivían en su lugar de origen.

Ese mismo modelo de esclavismo, el del esclavo chino, con algunas diferencias, es el que impera hoy y al que están sujetos millones de trabajadores en España. Sueldos que no cubren una subsistencia digna en condiciones infrahumanas. Cobrar 400 euros, o 600, por jornadas agotadoras, aunque no sean de 12 horas, apenas da para sobrevivir. Como en el caso de aquellos pobres chinos, son los trabajadores españoles los que se ven obligados a aceptar sueldos y condiciones degradantes, y más aún, se pelean por ellas, compiten por alcanzar ese contrato humillante y se alegran cuando lo consiguen pues eso les permitirá acceder a un plato de comida. Incluso, en algunos aspectos, sale peor parado el trabajador español que el esclavo chino del S. XIX. Al chino se le garantizaban ocho años de contrato. Al español se le garantizan meses, semanas o incluso horas. Al chino se le alimentaba y se le garantizaba un techo. Al español no.

En España, por otra parte, el modelo del esclavo chino llega a extremos en los que el trabajador subsiste a modo de becario sin sueldo. La formación corre a cargo del propio esclavo, que la paga trabajando gratis. En Cuba era el propietario el que tenía que asumir el coste de la formación del esclavo. O sea, que hemos vuelto a condiciones todavía peores.

Los esclavistas españoles de la Cuba de aquellos tiempos verían hoy en España, o en Grecia, o en media Europa, un verdadero paraíso. Los de hoy son perfectos sucesores del hacendado Hilario González, propietario del negro Ricardo, pero más aún de Domingo de Aldama, que contrató al chino Chiong-Mui , uno cualquiera de entre las decenas de miles de chinos que en aquella época competían por ser esclavos en Cuba.

Lo más doloroso es que si hoy José Budiño , el pontevedrés que atracó al negro Ricardo, tratara de hacer lo mismo con un esclavo español, no tendría nada que robarle.

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