Blog | Patio de luces

Mesas vacías

MUCHA GENTE confiesa abiertamente que no le gusta la Navidad. No tiene nada que ver con una cuestión de creencias religiosas o dogmas de fe. Hay quien no soporta salir de la rutina y todo el rebumbio que se organiza en torno a estas fechas lo pone de los nervios. No faltan tampoco los que se quejan de toda la hipocresía con la que se adorna la fanfarria de los festejos. Se sientan a una misma mesa personas que no se soportan y recibimos felicitaciones y buenos deseos para la entrada de año de individuos que evitan saludarnos en los doce meses previos. Entre los críticos están también los que aborrecen las contradicciones de la propia sociedad en la que vivimos. No empeoran a finales de diciembre, pero quizás las sombras se hacen más evidentes entre tantas luces de colores. Es una época de excesos. Mientras unos nos quejamos por haber comido o bebido demasiado, otros hacen números, seguramente más cerca de lo que pensamos, para llevarse algo decente a la boca. Se habla de solidaridad y de generosidad, de ayudar a los más desfavorecidos, pero al mismo tiempo se incentiva un consumismo voraz y desmedido, muchas veces por encima de nuestras posibilidades. Las desigualdades son, sin duda, más visibles. La paz es un privilegio que medio mundo no puede permitirse. La otra mitad trata de mantenerla dentro de una frágil burbuja, con unas paredes tan endebles que son incapaces de resistir los latigazos del odio. El amor universal que se proclama, al final se reserva para los de siempre. Para los nuestros. Ni más, ni menos. Y eso en el mejor de los casos.

Son unas fiestas familiares. Por eso, también son dadas a la melancolía. Nos recuerdan con demasiada claridad que tenemos fecha de caducidad. Se hace dolorosamente visible que aquí estamos de paso. Personas a las que queremos mucho se van quedando por el camino. Las sillas vacías alrededor de la mesa son huecos difíciles de rellenar. Hay quien está deseando que pase la Navidad porque echa demasiado de menos a la gente con la que siempre había cenado en Nochebuena o Fin de Año. El dolor por la ausencia de los que ya no están se hace más agudo en estas fechas. Cada uno lleva sus cicatrices. Por supuesto, nos encontraremos a gente que no tiene pudor en mostrarlas. En otros casos, con la copa alzada para brindar, la procesión va por dentro.

También hay quien aborrece la Navidad por ese mismo carácter familiar. No soportan la idea de compartir mesa con un cuñado cabrón, un tío pesado o un primo huraño. Les provoca urticaria tener que ponerle buena cara a individuos que no cuentan con su afecto. Llegados a una edad, la paciencia mengua y no se comulga con piedras de molino. A veces, el roce no aumenta precisamente el cariño. Actúa más bien como papel de lija. Elimina el barniz de la corrección, muchas veces con la ayuda del alcohol como disolvente, y deja otra vez al descubierto viejas grietas, abiertas por rencillas o tirrias personales. En algunas reuniones, iniciada la cena o la comida, se corta la carne y la tensión.

No es mi caso. Me sigue gustando la Navidad. Nos llevamos razonablemente bien y para mí es un gusto encontrarme con mi gente. Pocas veces a lo largo del año tenemos la ocasión de estar todos juntos. Hay otras fiestas, pero siempre echamos de menos a alguien. En Nochebuena, en Fin de Año e incluso en Reyes, salvo por causas de fuerza mayor, no suele faltar nadie. Todos vuelven a casa por estas fechas, aunque sólo sea de paso. Vienen los habituales, pero además regresan los que normalmente residen fuera. Lloramos a los que ya no están, pero damos la bienvenida con entusiasmo a los nuevos que llegan. Eso sí, los niños son pocos. Se han convertido en un bien escaso. Nada que ver con nuestra infancia. Entonces, éramos un batallón de primos en casa de nuestros abuelos. Ahora somos una familia de hijos únicos, también en el mejor de los casos. Bien es cierto que aún nos queda margen de mejora. De todas formas, las mesas son cada vez más pequeñas. Hemos sido incapaces de rellenar los huecos que han ido dejando los ausentes. No somos diferentes a otras muchas familias. No hace falta mirar en la casa de al lado para comprobar las consecuencias, por otra parte evidentes, del drama demográfico que vive nuestra tierra. En la primera mitad de este 2016 que se acaba, Galicia ha perdido siete mil habitantes, casi 39 personas por día. En Lugo, el futuro no se presenta especialmente prometedor. Salvo tres o cuatro municipios contados, todos pierden población. El año pasado sólo hubo un ayuntamiento lucense con más nacimientos que fallecidos. La sangría parece imparable.

Resulta verdaderamente triste y muy desalentador. Si seguimos así, si no somos capaces de invertir esa tendencia, no habrá sólo sillas desocupadas en las cenas de Navidad. Habrá muchas mesas, casas e incluso pueblos enteros vacíos. Algunas zonas rurales serán un desierto. En muchos sitios de nuestra provincia, pasados unos años, de la celebración de la Navidad sólo quedará el eco en las paredes sin vida.

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