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Lealtad

Nuestros políticos quedan retratados cuando los intereses de la gente chocan con los de su partido
Ave en la estación de Atocha de Madrid. EFE
photo_camera Ave en la estación de Atocha de Madrid. EFE

NO SABRÍA DECIR si realmente la lealtad es una virtud. Valoro de forma especial a aquellas personas que son leales conmigo y procuro corresponderles en la misma medida. Pero también es cierto que la fidelidad ciega e irracional a individuos, ideas u organizaciones ha sido el origen de muchas acontecimientos desastrosos. Circunstancias penosas de nuestra historia han sido en ocasiones consecuencia de un apego carente de sentido a postulados nocivos para la mayoría de la gente, bien por intereses particulares o simplemente por una malentendida probidad en la forma de proceder. No es una reflexión vacía. Merece la pena pararse a pensar un momento en ello. Me pregunto, y no está de más hacerlo de vez en cuando, si está justificado ese sentimiento de respeto y compromiso aún cuando sabemos que estamos defendiendo a personajes que no se lo merecen o amparando posturas equivocadas, ilógicas, malintencionadas o perjudiciales para el bien común, y para nosotros mismos. A veces, incluso, a costa de traicionar nuestros propios principios morales o creencias. 

Parece evidente, si realizamos esa reflexión, que la lealtad ciega y sorda no es una virtud. Probablemente sea un defecto. 

Por otra parte, hay que pensar que la fidelidad de las personas tiene demasiadas aristas para ser rigurosos de igual manera con cada una de ellas. En primer lugar, está el respecto hacia nuestros principios éticos, planteamientos morales e ideas. También ser fieles a aquellos a los que les debemos afecto y, como no, a los compromisos que vamos cerrando a lo largo de nuestra vida. Se presupone que también debemos ser leales a las empresas que asumimos como propias o a las causas, organizaciones y colectivos con los que, efectivamente, nos comprometemos de una forma u otra. Aprendemos a convivir con ese juego de lealtades. El problema puede surgir si la propia vida agita la coctelera y hace que unas entren en contradicción con otras. No podemos partirnos en dos, así que es posible que nos encontremos con relativa facilidad en la obligación de tener que tomar partido a favor de una en detrimento de la otra. 

A quién deben lealtad, por ejemplo, nuestros representantes políticos. Viven sumergidos en una mezcla de intereses particulares y partidistas. Los suyos propios, los de la organización a la que representan y los de la ciudadanía que paga su salario. Sin olvidar las relaciones personales o de dependencia con aquellos que en su momento apostaron por ellos y les facilitaron el paso a través de una puerta que otros se encontraron cerrada. Seguramente no les resultará fácil ascender hasta la superficie para sacar la cabeza y respirar aire fresco. Es probable que muchos ni siquiera lo intenten. Para qué correr riesgos. Por qué complicarse la vida. 

No es algo infrecuente, pero en los últimos días han quedado expuestos, en carne viva, varios temas que, sin duda, van a retratar a algunos políticos y a mostrar de forma muy clara qué lugar ocupa la gente y el territorio al que representan en su lista de prioridades. Hablamos del dinero que le debe el Estado a Galicia, más de trescientos millones de euros según la Xunta, pero también de un nuevo retraso en la llegada del AVE o de la falta de concreción a la hora de buscar una solución política a la difícil situación por la que atraviesa la planta de Alcoa en Mariña o al anuncio de cierre de la térmica de As Pontes. En tiempos pretéritos fueron otros los que se encontraron en circunstancias parecidas, pero ahora la responsabilidad es de quienes gobiernan y de aquellos otros que se lo permiten. 

Hay unas elecciones a la vuelta de la esquina. Alguna gente tomará buena nota de lo que hagan unos y otros. A fin de cuentas, un buen amigo me enseñó que la lealtad debe ser siempre recíproca. Si fluye siempre en la misma dirección, se convierte lamentablemente en servidumbre.