Blog | Patio de luces

Hombre de paz

Hay discusiones absurdas y lo mejor es evitar alimentarlas y mantener la boca cerrada

NO SOY hombre de paz. Dicen que dos no riñen si uno no quiere. Si me tocan las narices, yo casi siempre quiero. No soy partidario de quedarme callado, y mucho menos de bajar la cabeza, en aras de la concordia. De hecho, si se analiza con cierta perspectiva, cualquiera puede llegar a la conclusión de que no es tal. Difícilmente puede existir armonía cuando uno se siente en la obligación de decir amén ante afirmaciones o gestos con los que no está para nada de acuerdo.

No es cordialidad sino sumisión asentir a lo que dice otro para no molestarlo. Prefiero cien mil veces la refriega. No me gusta cerrar el pico o tener que murmurar entre dientes cuando estoy plenamente convencido de que la razón ampara mi juicio. Dicen que es mejor ponerse una vez colorado que amarillo en un centenar de ocasiones. Además, soy de mecha corta. Lo reconozco y no me enorgullezco de ello. Admiro profundamente la templanza de alguno de mis semejantes. En ocasiones, soy algo parecido a una botella de cava cuando la agitan. Exploto con relativa facilitad cuando me descorchan. La irritación sube como la espuma. En mi descargo sólo puedo alegar que el enojo se desvanece de la misma forma. El rencor no conduce a nada. Las cosas hay que decirlas cuando hay que decirlas.

No es malo tener memoria, en absoluto, pero rumiar viejas afrentas sólo contribuye a agriar el carácter. Eso sí es nocivo. Fatal para la salud, propia y ajena. A veces me expreso con demasiada vehemencia. En ocasiones, incluso de forma visceral. Cuando algo me disgusta, me cuesta demasiado morderme la lengua. Padezco de un miedo atroz. Me atemoriza que mi propia rabia, contenida pero no domesticada, acabe por provocarme una úlcera, o algo peor. Una herida irreversible en el alma, por ejemplo. Prefiero escupirla. Echarla fuera. No es la primera vez que digo lo que pienso sin pensar. Eso siempre es preludio de un desastre. Sólo arrastra problemas. Cuando uno se siente ofendido o simplemente interpelado de un modo poco cariñoso por las palabras de otro individuo, lo recomendable es contar hasta tres antes de formular la respuesta adecuada. Mi problema es que, al igual que otra mucha gente, a duras penas llegamos al dos. Me tiro de cabeza al charco sin calar la profundidad.

A lo mejor me arrepiento luego, pero ya es tarde. Encima, pocas veces hago acto de contrición. Ese pesar no es, por regla general, un sentimiento excesivamente prolongado. Dura más o menos el mismo tiempo que emplean buenos amigos y familiares en reprenderme por mi comportamiento impulsivo. Me recuerdan que descuidar las formas puede nublar los argumentos de la causa más justa. Tengo que bajar la cabeza y darles sinceramente la razón. Aún así, no es fácil cambiar el paso.

El tiempo me ha enseñado, en cualquier caso, que hay discusiones que no merecen la pena. Son batallas perdidas antes incluso de iniciar las hostilidades. Bien porque el propio tema de debate es una imbecilidad o bien porque enfrente hay un alcornoque, o un bosque de ellos, que no atienden a razones ni profesan más credo que el suyo. No resulta demasiado práctico entrar en disquisiciones que no llevan a nada útil y sólo sirven para hacer más profunda la brecha de la discordia. Igualmente absurdo es gastar saliva con personas que son juez y parte. Las más listillas del redil o los más botarates. Los que hablan más alto porque sólo son capaces de escuchar el eco de su voz en una cabeza tan hueca como dura. Para qué.

Exactamente eso mismo, una auténtica imbecilidad, es el debate que se ha abierto en los últimos días a cuenta de las investigaciones judiciales sobre el supuesto fraude fiscal de Cristiano Ronaldo y la condena a Messi por algo parecido a eso por lo que tendrá que declarar el jugador portugués. Básicamente, por no pagar todo lo que tendría que haber tributado al fisco. Ese ente implacable que se muestra especialmente voraz con los peces pequeñitos y ofrece amnistías a los tiburones, para alimentarse al menos con los despojos que van dejando a su paso.

Aquí, en Lugo, muy lejos de los dos centros de poder del reino, he visto y escuchado discutir a forofos de ambos equipos sobre presuntas conspiraciones, tratos de favor hacia uno o hacia otro, permisividad por parte los clubes y milongas varias. Lo curioso es que el intercambio de impresiones, aderezado con los consecuentes exabruptos y chistes facilones, se producía en términos similares a las refriegas entre los aficionados de uno u otro equipo por un penalti dudoso. Manda huevos, dijo el ex embajador.

Aunque me envidaron varias veces, hasta ahora me he negado en rotundo a alimentar semejante necedaz. Tengo clara mi conclusión. Si hubo fraude, por parte de uno, del otro, de su familia natural o de sus parientes políticos, o los trinca Montoro o lo pagamos entre todos. Del bolsillo de mucha gente que hace números para llegar a final de mes saldrá el dinero para pagar las extravagancias y horteradas de un par de niños mimados. Me importa un pimiento de Mougán en qué equipo jueguen. Prefiero dejarlo aquí. Aún no he contado hasta tres.

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