Blog | Patio de luces

El muñeco de nieve

Una consulta ciudadana sobre el uso de San Fernando reforzaría la iniciativa política

HACE unos días subí hasta Pedrafita. Tenía ganas de verlo todo cubierto de blanco. De volver a sentir una nevada de verdad, como las de antes. Este invierno está siendo diferente, pero hace años que el clima no es tan áspero. Apenas nieva en cotas bajas y si lo hace suele ser algo tan efímero que se nos derrite entre los dedos. Apenas nos deja tiempo para sacar un par de fotografías y eso porque ahora se hacen con el móvil y casi siempre lo tenemos a mano. Si no fuese por el aspecto físico, que no disimula para nada los casi cuarenta tacos que lleva uno a la espalda, cualquiera podría haberme confundido con un niño más.

Me entró la nostalgia. Sentí el aguijonazo de ese complejo de Forever Young que es síntoma claro de inmadurez y preludio de las crisis existenciales que acompañan a los cambios de década. Me puse a hacer un muñeco de nieve. Al principio era una bola pequeñita, pero a base de hacerla rodar y rodar, se convirtió en un torso redondeado y prominente, similar al que lucen ciertos varones que no escatiman esfuerzos para darle gusto al cuerpo. Después vino la cabeza. Con un par de botones negros le hicimos unos ojos profundos. Con una pera de plástico verde, de esas que vienen de atrezo con las cocinitas de los churumbeles, una nariz tan digna como poco seria. Un palito de factura plana hizo de boca y le proporcionó, además, un gesto severo. Los brazos eran dos ramas secas y ajadas. Para dejarlo más bonito y protegerlo del pelete que hacía ese día, al cuello le colocamos una vistosa bufanda de cuadros rojos, blancos y azules. Todo un tipo. Un paisano.

Me pregunto cuantos días tardaría en derretirse. Sentí una punzada de culpabilidad al dejarlo allí solo. Me dio por pensar que, en pequeñito, su existencia es una metáfora de nuestra propia vida. Al fin y al cabo, a nosotros también nos echan al mundo, a algunos con más cuidado que a otros, y llegado un punto tenemos que afrontar lo fugaz que es nuestro paso por este valle de lágrimas. Asumir que el tiempo acabará por fundirnos, como si fuésemos nieve en primavera, y devolvernos a nuestro estado original. Tampoco hay que darle demasiada importancia. Somos lo que somos. Quizás, lo más preocupante es que asumamos, normalmente sin saberlo, la condición de muñecos de nieve. O lo que es lo mismo, que tengamos ojos, pero seamos incapaces de ver; que nuestros oídos no escuchen o que nuestra boca no hable, o incluso grite, cuando realmente tiene que hacerlo. Que seamos incapaces de mover el culo y nos dejemos zarandear sin proferir la más mínima queja. Que nos convirtamos en seres inertes, parte intrascendente de una masa informe y estúpida, dúctiles y maleables como hilos de cobre que unas cuantas manos manejan, y no siempre con buen tino.

Vivimos en un lugar del mundo en el que, por unas cosas o por otras, todo tipo de colectivos, organizaciones y, por supuesto, partidos políticos, se arrogan la representación de los propios individuos y hablan con total libertad en su nombre. Lo hacen, además, con la connivencia, consciente o inconsciente, de los propios interesados. Individuos que, atosigados por sus propios problemas o simplemente por desidia, se desentienden de lo que es común. Permiten que otros, a veces de forma altruista y en ocasiones de una manera manifiestamente interesada, administren el sentido de su voluntad. A los cargos electos, esa representatividad se la dan las urnas, pero ante determinados supuestos no debería ser un cheque en blanco. En otras latitudes, el ejercicio de una suerte de democracia directa permite a los ciudadanos expresar su propia opinión ante determinadas cuestiones que afectan a su forma de vida. Hace tiempo que echo de menos ese tipo consultas. Por qué no preguntarles a los propios vecinos qué tipo de ciudad quieren. Es probable que la participación no fuese de inicio muy elevada, pero incluso la diligencia vital puede entrenarse.

Andamos a vueltas desde hace demasiado tiempo con el uso que hay que darle al Cuartel de San Fernando. Seguramente, el Ayuntamiento tiene razón cuando dice que la divergencia de opiniones alimenta la inacción de la Xunta. Es un pretexto, al fin y al cabo, pero pobre, porque el gobierno gallego lleva una década mano sobre mano en este asunto. Es innegable que la ciudad necesita un centro digno para poner en valor su valioso pasado romano, pero no es menos cierto que el Museo Interactivo de la Historia de Lugo (MIHL) o el Vello Cárcere carecen en estos momentos de un contenido acorde a la inversión realizada. El gobierno local habla de un «consenso generalizado». Efectivamente, se escuchan voces a favor, algunas muy reconocidas, pero también otras que ven en ese espacio otras posibilidades. Consultar a la gente, hacer una especie de referéndum sobre opciones reales y plausibles podría ser una solución. El resultado reforzaría la iniciativa política en un sentido u en otro.

Eso sí, apostar por esa opción obligaría a políticos y otros portavoces de facto a defender su postura, a explicarla y a hacer pedagogía. A dejar de tratar a los ciudadanos como si fuesen muñecos de nieve.

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