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Un mundo ideal

El nuevo uso del edificio del Vicerrectorado ha puesto sobre la mesa dos conceptos que deberían ser complementarios

NO ES DEVOCIÓN. Simple obligación, y gracias. No puedo negar, en todo caso, que a veces se puede encontrar cierto placer en el cumplimiento del deber. No siempre pasa, pero cuando sucede es muy gratificante. La posibilidad de hacer lo que debemos y además disfrutarlo es, probablemente, uno de los mayores privilegios a los que podemos aspirar en este valle de lágrimas. Aunque no sea algo permanente. Aunque solo se limite a pequeños momentos. Diminutas gotas de agua en un enorme océano, pero suficientes para calmar la sed por un instante, mientras hacemos un descanso en el camino. Nunca me hartaré de decirlo. No debemos despreciar los segundos de bienestar que nos regalan las circunstancias del día a día, por fugaces y efímeros que sean. Alimentan el optimismo y, cuando vienen torcidas, son recuerdos, quizás apenas sensaciones, que nos ayudan a aferrarnos a la esperanza de los necios. En un mundo ideal, la suma de esas situaciones daría un resultado superior a la de aquellos otros trances negativos que restan tiempo de tranquilidad y buen rollo. Pero, lamentablemente, no vivimos en un mundo ideal. Ni mucho menos.

Esta semana, a pesar de que la evolución del clima no fue precisamente primaveral, salí a pasear varias noches por la ciudad. Me gustaría hacerlo un poco más temprano, pero las horas del día se quedan cortas muchas veces para llegar a todos esos lugares en los que se supone que debemos estar. Al final da lo mismo. Si nuestra propia voluntad lo permite, es cuestión de abrigarse un poco más, llevar el paraguas a mano y abrir la puerta con la misma predisposición que si fuesen las seis de la tarde. Tratar de que la obligación se convierta en devoción y disfrutar de la caminata. Siempre viene bien gastar zapatos y disponer de un momento para pensar. Hacemos demasiadas cosas sin pensar en lo que hacemos.

A luz de las farolas, más cerca de la medianoche que de la hora de los vinos en Lugo, descubrí el nuevo barrio de Recatelo, ahora peatonalizado. Me gustó. Mucho, además. Volveré de día para ver si estoy de acuerdo con mi primera impresión. Por la Porta Miñá entré en el casco histórico y caminé por una desierta Tinería. La mayoría de los locales estaban cerrados y no me crucé con nadie. Tampoco había ni un alma en la habitualmente bulliciosa Praza do Campo. Tengo que reconocer que es un lugar que adquiere un encanto especial en soledad. Desde allí, bajé hasta la Praza de Pío XII y me encontré de frente con el Pazo dos Montenegro, actual sede del Vicerreitorado do Campus de Lugo. Apenas me detuve unos segundos para contemplarlo, pero me vino a la cabeza toda la polémica que se ha montado en las últimas semanas a cuenta de los cambios proyectados por la Universidade de Santiago de Compostela para ese espacio. Los políticos locales comenzaron a atizarse unos a otros a cuenta del supuesto cierre del edificio.

Para aislarme un poco del ruido de sables propio de la precampaña en la que nos encontramos y hacerme una idea de lo que estaba sucediendo realmente, hablé con el vicerrector y con el presidente de Lugo Monumental. El responsable de la institución académica me explicó que nunca se planteó el cierre del edificio, pero sí una adaptación del mismo a nuevos usos. Por cuestiones de eficiencia y proximidad, las funciones administrativas fueron trasladadas al campus, mientras que el Pazo dos Montenegro mantendrá su función como espacio institucional de representación de la USC, acogerá una tienda de la universidad -similar a la que hay en Fonseca, en Santiago- y permanecerá abierto a diferentes acciones culturales, con su auditorio y una sala de exposiciones. El representante de la asociación que agrupa a los negocios del casco histórico lamentó el traslado de los servicios de gestión y, consecuentemente, del lugar de trabajo de una docena de personas. Recordó que lo que pide el centro es vida, actividad, y no cascarones vacíos.

Ambos me convencieron. Lo digo en serio. En un mundo ideal, seguramente, ambos conceptos podrían convivir perfectamente. Pero, lamentablemente, no vivimos en un mundo ideal. Ni mucho menos.

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