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La derrama

El deterioro injustificado de determinadas obras públicas obliga a los ciudadanos a pagar varias veces por el mismo servicio

Hay personas muy inteligentes que dedican buena parte de su tiempo, de su vida profesional, a determinar cuáles son los motivos que nos llevan, como consumidores de todo tipo de productos, a decantarnos por las múltiples opciones de compra que, normalmente, tenemos a nuestra disposición. Sucede en muy diferentes ámbitos y a distintos niveles. Es una tarea necesaria, la base de cualquier estrategia comercial que aspire a obtener un mínimo porcentaje de éxito. Analizar cuáles son las preferencias de los potenciales clientes y qué valoran de forma especial cuando acuden al mercado. Es objeto de reflexión por parte de enormes grupos de trabajo, a sueldo de grandes multinacionales, pero también debe serlo, a otro nivel, en ámbitos más humildes. Seguramente, es lo que hacen, a su manera y con los recursos de cada cual, los comerciales de muchas empresas locales que, al final, buscan lo mismo que todas esas brillantes lumbreras que sostienen el sistema económico del capitalismo global: venderle algo a alguien. 

Ahora que proliferan las plataformas de venta de objetos de segunda mano y que la inflación esquilma sin piedad el dinero que tienen —o que no tienen— las familias, la posibilidad de obtener aquello que buscamos, todavía en buen uso y a un precio más bajo, puede ser sin duda un reclamo que nos lleve a decantarnos por objetos usados. La eterna búsqueda de una ganga. Sin embargo, si el presupuesto del que disponemos nos lo permite, la promesa de una hipotética ausencia de problemas una vez realizada la compra puede ser también un buen argumento comercial a favor de adquirir algo nuevecito, del trinque. La garantía, y consecuentemente la tranquilidad, que debería ofrecernos un bien material que nosotros estrenamos, sin un desgaste previo. En teoría. 

Por poner un ejemplo, habrá compradores que a la hora de buscar vivienda se centrarán directamente en el mercado de la obra nueva, aún conscientes de que, en inmuebles de similares condiciones, seguramente tendrán que pagar más por su domicilio que si acudiesen al mercado de segunda mano, guiados por la idea de que, al menos durante unos años, no tendrán afrontar reparaciones en su casa ni derramas comunitarias, de esas que te dejan el susto en el cuerpo y la cartera temblando. 

Lo mismo debería suceder con la obra pública. Las inversiones millonarias que hacen las administraciones deberían ofrecernos a los contribuyentes la misma garantía que aquellas otras que hacemos en nuestro ámbito privado. A menudo tenemos que afrontar derramas comunitarias que, al igual que esas pequeñas o grandes reformas que hacemos en nuestros respectivos domicilios, también son financiadas con cargo a nuestras rentas. Es cierto que la factura llega mucho más repartida, y se nota menos, pero el dinero sale del mismo bolsillo. Determinadas chapuzas deberían dolernos igual que una plaqueta levantada o una grieta en la pared de un piso recién comprado. Sobran los ejemplos de ejecuciones lamentables, que obligan a los contribuyentes a pagar varias veces por infraestructuras o servicios que, por lo que nos han costado, no deberían dar ni un solo problema en muchos años. 

En el caso de la obra pública, descartamos por definición la posibilidad de que nuestras administraciones puedan hacer algo a precio de ganga. Al menos, debemos exigirles a las instituciones que nos aporten unas garantías mínimas en la ejecución de las infraestructuras. Unos años de tranquilidad, en función de los enormes presupuestos que se manejan para determinadas obras. Es lo mínimo. 

Pensaba sobre ello esta semana, cuando se ha confirmado que el viaducto de la A-6 tendrá que ser reconstruido por completo, tras dos décadas de uso y unos trabajos de restauración que costaron 26 millones de euros. Me pregunto qué haríamos, cuál sería nuestro grado de indignación, si nos comprásemos una casa y en veinte años, con la hipoteca todavía sin pagar, se viniese abajo y nos dejase a la intemperie. La derrama que habrá que pagar para restaurar la autovía es también de esas que te dejan el susto en el cuerpo y la cartera temblando. Y no hay opciones de segunda mano.

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