Blog | Patio de luces

La baldosa

Pequeñas cosas que enfadan a la gente condicionan su percepción sobre la eficacia de las administraciones

IBA DESPISTADO. Es muy frecuente en mí. A veces camino por la calle, pero mi cabeza está a kilómetros de distancia de los pies que arrastran mi humanidad. Habrá conocidos que piensen que soy un soberbio por no saludarlos si nos cruzamos por Lugo, pero es que muchas veces, si ellos no me interpelan a mí antes, ni siquiera me entero. Me desplazo de un lugar a otro de forma mecánica y, por el camino, voy ordenando ideas, apartando pensamientos que me turban, resolviendo problemas que surgen en el día a día y haciendo gestiones imaginarias que, normalmente, no llevan a ninguna parte. Otras veces, simplemente, como tantos otros individuos, llevo el móvil en la mano y me dedico a consultar el correo eléctrico, a difundir noticias a través de las redes sociales, a enviar o a responder mensajes y a revisar lo que ponen unos y otros en los diferentes grupos de Whatsapp, muchos de ellos vinculados con mi trabajo. De una forma u otra, no siempre voy atento a lo que sucede a mi alrededor.

Pues eso, iba despistado. Confiado en no encontrarme con ningún obstáculo en mi recto caminar por una calle de mi ciudad. Pensando en el encuentro que iba a mantener en cuestión de minutos con unos buenos amigos a los que hacía algún tiempo que no veía. Y tropecé. Me faltó poco para romperme los morros contra el suelo. Salí trastabillado y a duras penas pude mantener el equilibrio. Superé el percance sin daños físicos, pero un poco avergonzado. Todo esto sucedió casi a la altura de la terraza a la que me dirigía. Una parte de la clientela se quedó mirando, primero la maniobra para evitar la caída y luego mi reacción tras evitar el porrazo. Una de las ventajas de llevar puesta la mascarilla, incluso al aire libre, es que los que te rodean solo pueden imaginarse tu expresión de contrariedad cuando las circunstancias la propician. Puedes incluso sacar la lengua o hacer mohínes sin que se entere nadie. Tiene su gracia. O no.

Con la verticalidad plenamente recuperada, eché la vista atrás para comprobar cuál había sido la causa del traspiés. Nada especialmente original. Dos baldosas de la acera levantadas que formaban una especie de pico. Una verdadera trampa para caminantes despistados. Especialmente peligrosa para individuos que no disfruten de mi agilidad felina, más propia de una pantera negra africana que de un lucense de vida aposentada.

Bromas aparte, busqué acomodo en la terraza, apenas a un par de metros del cepo para seres humanos que a punto estuvo de hacer que mis huesos diesen contra el suelo. En poco más de media hora, otras tres personas tropezaron en el mismo lugar. Una de ellas era una señora mayor que tuvo la fortuna de poder agarrarse al acompañante que caminaba a su lado. Todo se quedó en un susto, pero la gente que había a mi alrededor, visto lo que le sucedió a la anciana, empezó a hablar de una mesa a otra. Hubo quien dijo que "un día de estos" alguien se "iba a matar", entiendo que en sentido figurado, a causa de ese desperfecto en la acera. Otro cliente del bar afirmó que esas baldosas llevaban sueltas "mucho tiempo".

También hubo quien sugirió avisar al Ayuntamiento para que tuviesen constancia de lo que sucedía. A esa propuesta le respondió otro de los clientes del bar quien, según dijo, ya había llamado para informar del desperfecto, pero sus gestiones, a la vista del resultado, no habían tenido demasiado éxito. Ninguno, en realidad. Poco a poco, la conversación se fue apagando y cada uno volvió a lo suyo, a charlar con sus compañeros de mesa.

A mí me dio por pensar en esas pequeñas cosas que influyen en la percepción que los ciudadanos tienen de las administraciones públicas. Conviene estar atentos a los detalles. Algo en apariencia tan insulso como una baldosa de hormigón mal asentada puede provocar una chispa. Con el combustible adecuado, una pequeña llama puede derivar en hoguera.

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