Blog | Patio de luces

La hora de los imbéciles

EL TELÉFONO sonó a eso de las cuatro de la mañana. No acostumbro a silenciarlo por la noche y menos cuando no estamos en casa todos los que habitualmente estamos. Tengo el sueño ligero y, si algo me preocupa, me desvelo con cierta facilidad. En ese momento, en cambio, estaba durmiendo. El móvil estaba en la cocina, pero, en el silencio de la noche, el tono de llamada sonó como si se hubiese disparado la alarma del Banco de España. Si es que la tiene, que supongo que sí, aunque ya no quede mucho que robar. Me desperté sobresaltado. A esas horas no esperas buenas noticias. Salté de la cama y en medio segundo recorrí el pasillo, con el corazón encogido. De un vistazo, comprobé que el número no era conocido. Tampoco era una de esas numeraciones que utilizan las empresas que se dedican a hacerte todo tipo de ofertas. Con un nudo en la garganta, descolgué: "Sí?".

Me respondió una voz masculina, pero con cierto tono juvenil. Parecía una persona joven. Me imagino que era un chaval de unos veintitantos años. Era bastante evidente que estaba un poco perjudicado. O mucho, no sabría decir. Arrastraba un poco la lengua al hablar y su pensamiento no era del todo fluido. Al principio, no comprendí muy bien lo que me decía. Le pregunté qué quería y a quién estaba llamando. Su intención era hablar con un tal Jorge. Tragando bilis y pensando en la atenuante de que todos pasamos por esa edad, con mayor o menor fortuna, le expliqué que se había equivocado. Le aclaré, hablando despacito, que servidor era el propietario, por contrato, del número al que había llamado de madrugada. Le recomendé que revisase la lista de contactos y comprobase que tenía bien anotados los datos de su colega. No siendo la paciencia una de mis virtudes, a veces me sorprendo con estos arranques de empatía y comprensión hacia las debilidades del prójimo.

Colgué, bebí medio vaso de agua y emprendí camino de regreso al sobre. Aún no había tocado colchón cuando el teléfono volvió a sonar. Desanduve mis pasos y volví a la cocina. El mismo número. Miré el reloj. Las cuatro y cuarto de la mañana. Entre dientes, me acordé de la madre que lo parió, pero volví a descolgar el teléfono: "Dime". El mismo tipo volvió a preguntarme por su colega. Me vi obligado a repetir lo mismo que acababa de decirle hacía tan solo unos segundos. De nuevo despacito, con la voz muy clara, le expliqué que no era Jorge, que tenía mal anotado el número o que no había marcado bien. Le pedí que hiciese el favor de no volver a llamar, porque unos tienen que madrugar cada mañana para que otros se acuesten al amanecer. Así funcionan las cosas. Me despedí sin esperar contestación y colgué.

Fue rápido en la respuesta. Imagino que solo tuvo que rellamar. Darle al botoncito verde y listo. Descolgué con la firme intención de ponerlo a parir y de mandarlo a freír espárragos trigueros. Mi escasa paciencia ya se había agotado. Supongo que cuando contesté las dos primeras veces ya estaba en la reserva. El individuo ni siquiera me dejó hablar. Gritando, me dijo que quería hablar con Jorge y que yo tenía "su puto móvil". En fin. Llegados a ese punto, opté por volver a colgar sin molestarme en abrir la boca. Para qué. Comprendí que estaba hablando con un completo imbécil. Me quedé con la duda, en todo caso, de si ese sería su estado normal, una condición permanente e inherente al personaje, o más bien una circunstancia temporal, algo momentáneo e inducido por el alcohol, o quizás por algo más. Tampoco me paré demasiado a pensarlo. Silencié el móvil y me volví a meter en la cama.

Tardé tiempo en conciliar el sueño. Siempre me pasa. Por la mañana comprobé que tenía tres llamadas perdidas más, entre las cuatro y las cinco de la madrugada. Fue, sin duda, la hora de los imbéciles. Del fulano, por llamar seis o siete veces, y de servidor, por no haberlo mandado a tomar por saco a la primera.

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