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El brazo y el dedo

Si nuestro tiempo es finito, debemos intentar gastarlo con personas que realmente generan buen rollo

HAY INDIVIDUOS que, a propósito, o incluso sin quererlo, generan mal rollo. Son capaces con relativa facilidad de provocar que sus semejantes se sientan incómodos. A veces lo consiguen simplemente siendo ellos mismos. Manteniendo sin cuestionarse esa actitud prepotente y un poco hostil que arrastran sin el más mínimo complejo. Otras veces lo hacen con comentarios hirientes, tan carentes de oportunidad como de motivación. Palabras con las que buscan destilar la ponzoña de sus propios sentimientos. La mezquindad de su modo de ser y de estar en la vida. A veces, esas frases lacerantes, teledirigidas a personas concretas de su entorno, no son más que una forma de sacudirse la envidia, no siempre racional, que sienten hacia ellas. Se revuelven sin miramientos hacia lo que creen que son o representan, sin que esa percepción coincida necesariamente con la realidad objetiva. En otras ocasiones, persiguen sin más una especie de autoafirmación insana, tanto por las formas como por la carencia de lógica en el fondo. Son algo así como un inoportuno golpe en la mesa para decir "aquí estoy yo", en una situación que nadie les discute, salvo, probablemente, ellos mismos.

Entre esa gente no es raro encontrar a aquellos que se sienten víctimas permanentes de la conjunción de los astros. Personas resentidas, dolidas porque consideran que la vida no les ha dado todo lo que se merecen. Que los demás no están a la altura. Que nunca son tratados como deberían, a razón de sus virtudes y de su comportamiento. Piensan que cuando se repartió la suerte, ellos u ellas estaban en el baño tratando de evacuar la mierda que antes les había tocado tragar. Desde esa postura, se sienten legitimados para casi todo. Para molestar, para herir, para criticar y para, en definitiva, generar mal rollo a voluntad. Sus problemas siempre tienen preferencia. Son peores que cualquier otra circunstancia que se vean obligados a soportar sus semejantes.

Su actitud me recuerda a la teoría del dedo y el brazo que, de una forma tan sencilla como magistral, me expuso un día un buen amigo. Hablábamos, de regreso de un viaje a Madrid, en una estación de servicio a la altura de Ponferrada, de la empatía. De la capacidad que tienen algunos seres humanos para ponerse en el lugar de los demás y entender por lo que están pasando cuando las cosas se tuercen. También de aquellos otros que son incapaces de ver más allá de la burbuja de su persona. De asimilar, con una pizca de piedad y de ternura, lo que pueden sentir otras personas cuando tienen el pie metido en un bache.

Ponía el ejemplo de dos individuos. Uno con un pequeño corte en un dedo y el otro con un brazo prácticamente amputado. Parece evidente que aquel que tiene una lesión grave en uno de sus miembros superiores está bastante más fastidiado que el otro, cuya herida puede taponarse con una simple tirita. Sin embargo, la reacción ante tal circunstancia depende de la percepción de las víctimas. Habrá quien al mirar la diminuta laceración en su pulgar o en el meñique se compadecerá de la otra persona, que claramente lo está pasando peor. Pero también nos encontraremos a aquellos otros que, aun reconociendo que el dolor del otro puede ser prácticamente insoportable, piensa que tiene la obligación de mirar por sí mismo, porque también está sufriendo a causa de las punzadas en su dedo.

Contando los minutos para tomarme unos días de vacaciones, me dio por pensar que lo más inteligente sería tratar de esquivar a ese tipo de personas, a las que generan mal rollo. Lo primero, claro, es identificarlas. Las cosas no siempre son tan evidentes como los trazos gruesos con los que se caricaturiza en un artículo de opinión. Merece la pena, en todo caso, estar atentos a las señales. En nuestra vida finita, el tiempo es un bien escaso. Tenemos que intentar gastarlo con gente que genere buena onda. Que nos haga ser, en definitiva, un poco más felices. Buen verano.

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