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Desilusionados

Hay un par de detalles que diferencian a los seres humanos de otros mamíferos que son considerados animales salvajes. Aunque a veces somos capaces de exhibir comportamientos inasumibles para el peor de los depredadores, supuestamente, somos seres racionales, con sentimientos, conscientes, a diferencia de otras especies, del sentido finito de nuestra vida. Quizás por ese conocimiento inequívoco de que nuestro paseo por este valle de lágrimas tiene un principio y un final, que llegará antes o después, muchos individuos desarrollan una necesidad de trascendencia vital que les sirve como acicate para intentar superarse a diario. Incluso para retarse a sí mismos y ensayar con cierta frecuencia sus propios límites.

A otros los impulsa un inconformismo endémico o la simple ambición, el deseo de ser o de tener más que los demás. Hay, en cambio, quienes se conforman con la bendita vulgaridad de la rutina por la que navegan a diario. Satisfechos de su sosegada existencia y temerosos de los sobresaltos que pueden desmantelar aquello que tanto les ha costado construir. Personas tan indemnes al desaliento como a cualquier estímulo que pueda agitar la monotonía de sus hábitos.

Frente a la vigorexia vital de unos y la atonía de otros, existe una tercera vía. Es un camino por el que muchos transitan —transitamos— cuando las circunstancias se desarrollan con normalidad, sin acontecimientos imprevistos que lo ponen todo patas arriba. Se trata de cumplir con las obligaciones del día a día, de hacer lo que se espera de nosotros y, al mismo tiempo, mantener vivas ciertas ilusiones, asequibles y alcanzables. Anhelos y esperanzas que nos estimulan, pero sin ahogarnos en la ansiedad de la premura.

Puede ser el deseo de llegar a poseer algunas cosas materiales que están habitualmente fuera de nuestro alcance. La esperanza de mejorar profesionalmente. La firme intención de aprender a hacer algo para lo que siempre hemos sido un poco negados o para lo que nunca hemos encontrado el momento propicio. El interés por viajar a lugares en los que no hemos estado, por conocer a personas diferentes o por hacer nuevas amistades. El anhelo por encontrar el amor, aquellos que todavía no lo conocen, o por disfrutar de nuevo de su cálido abrazo si ya lo habían sentido antes. Por supuesto, también la intención de superar el duelo por la pérdida de alguien al que hemos querido o la esperanza de resistir a un momento de salud complicado, con la fe puesta en encontrarnos cada día un poco mejor.

Si el sesenta por ciento del cuerpo humano está compuesto por agua, el cuarenta por ciento restante debería ser ilusión, casi tan necesaria para mantenernos a flote como el líquido elemento. Cuando no existe nada que nos motive, algo a lo que aferrarse para seguir avanzando, corremos el riesgo de detenernos. Y precisamente ahí, parados, ver como nuestro tiempo se desvanece sin que pase nada digno de mención.

Esta semana le pregunté a un amigo a quién tenía pensado votarle en las próximas elecciones locales. Me dijo que todavía no lo había decidido. Reconoció que, con el paso de los años, a pesar de que siempre había acudido religiosamente a su cita con las urnas, perdió paulatinamente el interés por la política. Se desilusionó. Fue, me comentaba, por una sucesiva acumulación de desengaños. Se siente defraudado y desanimado con el rumbo que ha ido tomando algo que, en su momento, fue importante en su vida. O así lo entendía él.

El ejercicio de la política es importante para la vida de la gente. De las decisiones que toman unos pocos, depende el bienestar de muchos. En vez de perderse en discusiones absurdas y polémicas estériles, bien harían los partidos y aquellos que los representan en hacer mejor las cosas para recuperar la ilusión. La de los votantes en acudir a las urnas y la de muchas personas válidas en participar de forma activa.

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