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Bares

Cuando cierra algún local con solera, parte de la historia del barrio queda astrapada entre sus paredes

Cómo pasa el tiempo. Realmente, parece que fue en otra vida. A mediados de julio de 2019, antes de ese paréntesis forzoso en el que todos quedamos atrapados a causa de la pandemia, recibí el encargo de escribir un artículo sobre una propuesta gastronómica que fuese desconocida para Google en un establecimiento hostelero de mi entorno. Es difícil a día de hoy sorprender al algoritmo del buscador de buscadores, pero podemos decir, con absoluta seguridad, que todavía no lo sabe todo. Claro que no. Tuve una idea. Al hacer uso de internet para localizar el bar A Carballeira, en Vilalba, una reseña sobre el local apareció en la pantalla de inmediato. Sin embargo, comprobé, no sin cierta satisfacción, lo confieso, que la información verdaderamente relevante sobre esa taberna de barrio no aparecía por ninguno de los rincones de la Red. Enseguida, me puse manos a la obra. O, mejor dicho, apoyé los dedos sobre el teclado y dejé que fuesen moviéndose al ritmo de mis pensamientos, letra a letra, tratando de evocar las sensaciones que en mí me provocaba un lugar casi familiar.

En unas pocas líneas traté de contar aspectos que hacían de ese local un sitio singular. Detrás de la barra, el cliente se encontraba, casi a cualquier hora del día, a Ánxel. Era el propietario. Un tipo de mediana edad que llevaba su negocio de forma particular, sin prisas. No importaba cuánta gente hubiese en el establecimiento. No tenía por costumbre cambiar de marcha. Era amable, atento y, sobre todo, sosegado. Los viernes y los sábados por la noche el bar solía estar abarrotado, pero él seguía atendiendo a su parroquia, formada mayoritariamente por los habituales, con ese ritmo pausado que le imprimía carácter a la propia taberna. También intenté explicar que hay muchas formas de tirar una caña, pero como sucede con casi todas las cosas buenas en la vida, hacerlo bien lleva su tiempo. Él se tomaba el suyo. No puedo negar que el resultado pagaba la pena de la espera.

Con todo, al menos desde mi punto de vista, era la especialidad de la casa la que realmente distinguía a este establecimiento de otros. Preparaba francamente bien las tripas de cerdo. Las servían como tapa o en ración. Cocidas y acompañadas de cachelos, con un poco de pimentón picante por encima y un chorrito de aceite, para potenciar su sabor. Una comida aparentemente sencilla de elaborar, pero con mucho trabajo detrás. Habida cuenta de lo que suelen llevar dentro, es fundamental que el cocinero o cocinera dedique el tiempo necesario a limpiarlas de forma minuciosa. Después se meten en una olla y se dejan cocer a fuego lento. Cuando están en el punto óptimo, ni duras ni demasiado blandas, se escurren y se sirven bien calientes acompañadas de los cachelos. En A Carballeira le tenían bien tomada la medida a este plato tradicional. Es uno de esos que no deja a nadie indiferente. No existe término medio entre quienes salivan solo con el olor y quienes tienen que marcharse de la cocina cuando se están cociendo.

Hablo en pasado. Ese bar está cerrado desde principios de año. Lo veo cada vez paso por delante de camino a casa de mi madre. Están haciendo obras. Lo están reformando todo. El propio Ánxel me contó que van a usar ese espacio para ampliar y mejorar las instalaciones del albergue que ya funcionaba en los pisos superiores. En su caso no fue una decisión forzada. Contaban con el favor de la clientela. Tanto que el trabajo desbordaba a los propietarios. El día de la despedida se montó una buena. Hubo gaiteiros y alguno de los habituales echó mano del tirador de cerveza para ser camarero eventual, en su caso con nómina afectiva. Se puso a servir cañas para los demás. No es lo mismo hacerlo un día, durante unas horas, que seis días a la semana, de la mañana hasta la medianoche.

Supe por este diario que también cerrarán sus puertas tres locales históricos de nuestra ciudad. De todos ellos guardo recuerdos agradables. A la Taberna de Marcos, en A Milagrosa, me une el cariño a dos queridos y viejos amigos, pero también me viene a la memoria un día especial en el que compartí mesa con mis padres y tíos, hace ya años. Del César, al lado del parque de Rosalía, tantas y tantas noches en las que le pusimos un punto y seguido a la jornada después de trabajar. A veces hasta muy tarde. Del Tosar, me quedarán las conversaciones con Pepe, cuyo saludo daba paso a la habitual charla sobre la irregular vida del Lugo, demasiadas veces en el alambre. Para llegar al alma de una ciudad, al menos en este lugar del mundo, primero hay que intimar con sus bares y conocer a la fauna que en ellos habita dentro y fuera de la barra, de día o cuando el sol se esconde.

Cuando uno de ellos cierra, una parte de la historia del barrio queda atrapada entre sus paredes. Son como las personas. Nacen y mueren. Algunos viven para siempre en la memoria de la gente. Debemos llorar por los que se marchan y honrar a los que llegan. Como en la vida misma. Salud.

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