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Poesía en la playa

Nos faltaba la poesía en esta serie de verano de textos, nombres y existencias encerradas en un libro recomendado para gestionar el estío. Con el verano ya avanzado y el aire cargado de altas temperaturas, nunca está de más la brisa que concede la poesía. Una de mis manías veraniegas es la de ver qué títulos lee la gente en la playa, qué relatos son aquellos con los que uno u otro deciden compartir sus horas de relax al tiempo que funciona como gran metáfora de las listas de lecturas en este país en el que la poesía siempre está ausente. Yo les recomiendo no solo que lean poesía, sino que la lean en la playa, que hundan sus pies en la arena y claven la mirada en el océano (para esto vale cualquiera) y sus horizontes insondables, y naveguen por esas palabras precisas que se contienen en un poemario, por esa capacidad de la palabra poética para contener la realidad y hacer una relectura de ella condensada en su fuerza inalterable.

No es la primera vez, ni será la última, que les cito a Luis García Montero y una frase que dejó suspendida en una tarde pontevedresa hablando de la poesía, a la que definía como “un ajuste de cuentas con la realidad”. Una frase a partir de la cual se puede construir todo un universo creativo como el que nos propone Raquel Lanseros , ¿no la conocen?, yo hasta hace un tiempo tampoco, y no saben la alegría que les proporcionará esta situación, la del descubrimiento, la del hallazgo de una especie de milagro en la interpretación de nuestro entorno que, al fin y al cabo, es a lo que aspira cualquier creador.

“La poesía es azul aunque a veces se vista de luto”, afirma Raquel Lanseros en el comienzo de un espectacular poema dedicado a Antonio Machado incluido en ‘ 'Esta momentánea eternidad' ’ ( Editorial Visor ), el libro en el que se contiene la poesía escrita hasta este momento por esta mujer capaz de mirar a los ojos directamente al mar, a ese azul que simboliza la vitalidad de la poesía, su capacidad para evidenciar un acto de amor como es el de traducir con palabras (“cada letra es un pez en el océano…”) un mundo tantas veces inhóspito para el ser humano. Lejos de renunciar a la batalla Raquel Lanseros redimensiona su propia obra a partir de ese diálogo con la memoria, el pasado y el presente, con el tiempo como diapasón de una escritura que, más allá del ajuste de cuentas, se dedica a domesticar a esa realidad, a ponerle la mano sobre el lomo para, con un guante de seda, calmar a la bestia. En esa bestia que supone lo vivido hay lugar para los demonios, los miedos y las frustraciones (“los ideales convertidos en ceniza”) pero también para la luz, para la caricia y la sonrisa. Caras de una misma moneda que se echa al aire por la poeta para darle sentido al momento convertido en eterno desde la palabra (“las palabras son un modo cercano de intemperie”). Alguien que escribe esto tiene muy claro a lo que aspira, más allá de la conmoción, del escalofrío de la línea, hay un espacio abisal en el que sumergirse, no sencillo, pero del que una vez fuera hay que sentirse orgulloso.

Esas idas y venidas, esas entradas a la sima son las que se concitan a lo largo de todo este poemario al que como les digo le sienta muy bien la lectura desde la arena y la brisa salada. Leer poesía tiene siempre algo de redención con uno mismo y también de íntima conexión con el exterior, ya que entre ambos espacios, el íntimo y el público, es entre los que, como el equilibrista, se conduce la poesía. Su milagro, el de condensar las horas, las experiencias, las lecturas, los viajes, los roces, los apuntes de un tiempo que ya es poema: “Aunque he cambiado mucho de color/sigo siendo camaleón/y no rama”. Ese tiempo que nos lleva a la poesía azul, pero que estos días pasados comprobamos como podía ser luto, días en los que recuperamos la tragedia lorquiana de una vida que también fue poesía, y esa poesía es la que sobrevive hoy a la ignominia y al llanto.

Agosto también quiere ser poesía, no solo novelas negras ni relatos frugales, ni siquiera los poemarios que se cuelan como poesías en los listados de ventas ocupando los números uno. La poesía real, la que pesa, es la que sirve para mirarnos a nosotros mismos, para calibrarnos en la domesticación de la mirada o de esta momentánea eternidad.

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