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Paz

CUANDO ES tan difícil escuchar el clamor de esta palabra en este mundo nuestro tan desquiciado, cualquier iniciativa o evento que la reivindique debería inundar páginas de periódicos, horas de radio y televisión y no cansarnos nunca de pronunciarla para a ver si a alguno se le pega lo que se contiene tras esas tres únicas letras. 

El Acuerdo de Paz al que se ha llegado en Colombia pone punto y final a 52 años (que se dice pronto) de lucha armada, de víctimas y miserias morales que han asolado un territorio tan hermoso y lleno de vida, siendo una de las mejores noticias de este año cargado de sinsabores y desesperanzas en torno al ser humano. Todas esas camisas blancas que portaban los presentes al acto de firma de esa paz contrasta con la mezcla de polvo y sangre de las imágenes que nos llegan de Alepo, convirtiéndose en una especie de sudario de esos niños que extraen de los escombros con sus cuerpos mutilados y sus vidas apagadas por el descrédito humano y su amplio catálogo de ignominias como especie, imágenes que desgraciadamente nos hemos acostumbrado a ver con una estremecedora indiferencia. 

"Es una de las paradojas más tristes de mi vida: así todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra" [‘El olvido que seremos’, Héctor Abad Faciolince]

Miramos a Cartagena de Indias con su luz caribeña rebotando entre su arquitectura colonial y ese sol de esperanza hace que le demos la espalda a Oriente, a esa ciudad fantasma en que se ha convertido Alepo, pero que no deja de ser una más en el desolado territorio sirio. Otro espacio paradisíaco, en el que grandes culturas cimentaron el progreso humano y que ahora se convierte en un cementerio, no solo de cuerpos, sino de un planeta sin líderes que sean capaces de poner fin a toda esa locura. 

En Colombia tampoco ha sido fácil, ni muchos menos, y todavía quedará mucho tiempo para que los perdones y las cicatrices suturen unas heridas que estarán todavía presentes durante varias generaciones. La firma llevada a cabo por el presidente Juan Manuel Santos y el líder de las FARC, Timochenko, con un casquillo de bala convertido en bolígrafo, espera el refrendo que surgirá del plebiscito en el que mañana participará la población colombiana. Su apuesta por la paz debe imponerse a las voces discordantes que dudan de las bondades de este acuerdo, que es muy posible que presente aspectos complejos, pero que hay que valorar en el global de sus logros y pocos puede haber más importantes que los del silencio de las armas. Ese ‘balígrafo’ rubrica, con los nombres de sus protagonistas, un sinfín de historias surgidas del dolor y de la desesperanza y de un territorio de descompresión que encontramos en la literatura. Colombia es tierra de escritores inmensos, de flores amarillas que llueven sobre unos relatos que no han podido, en muchos casos, permanecer ausentes de lo que sucedía en ella. 

Uno de esos escritores, Héctor Abad Faciolince, ha participado de manera activa en promover el sí de la población a favor de la firma de ese Acuerdo de paz. La cuestión no dejaría de ser un mero compromiso con el futuro de su país de no ser porque su padre fue asesinado por los paramilitares. Un médico que solo pretendía el bien de sus vecinos, la mejora de las condiciones sanitarias y sociales y cuyo caso el escritor vuelca en un estremecedor libro que todos deberíamos leer, El olvido que seremos’. Un título tomado del epitafio de Borges, un título hermoso, inmenso y repleto de pieles erizadas por la emoción de la vida y de la ausencia. "Entendí que la única venganza, el único recuerdo y también la única posibilidad de olvido y de perdón, consistía en contar lo que pasó, y nada más". Con esta honestidad el escritor asume y explica la necesidad de este relato, la necesidad de contar una historia, como tantas otras que están todavía por escribir para hacer que ese dolor se convierta en bálsamo familiar, pero sobre todo evidencia que la venganza sólo es el enquistamiento de ese mismo dolor y la prolongación de un conflicto que se puede convertir en interminable. He vuelto a leer ese libro esta semana de camisas blancas, y he vuelto a emocionarme, a levantar la mirada del texto para tomar aire y a entender la importancia y la contundencia de la palabra frente a la sangre. Mientras Alepo se ahoga bajo la palabra destrucción, Colombia abre un tiempo nuevo, la conquista de una nueva identidad bautizada con tres únicas letras: PAZ.

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