Blog | Ciudad de Dios

La vida ordenada, la vida moderna

Admiro profundamente a esa gente que es capaz de vivir su vida de manera ordenada, siguiendo una pauta de actuación responsable y adaptada a sus necesidades. Se levantan todos los días a la misma hora, estiran los brazos, bostezan, dan los mismos pasos que ayer o anteayer camino del baño, se ponen las lentillas, se hurgan entre los dientes, saludan al perro, preparan el desayuno, leen la prensa en el teléfono o en una tableta, llaman a su padre para saber qué tal ha pasado la noche… Parece fácil pero yo mismo lo he intentado varias veces y a lo máximo que he llegado es a asustarme al darme cuenta de no tengo perro y de que esa no es mi casa. "Para todo hay que valer", dicen los viejos de mi pueblo cuando se les alaba la destreza en algún oficio. Pues eso.

Ilustración para el blog de Rafa Cabeleira. MARUXAYo, valer, valer, lo que se dice valer, no es que valga para gran cosa, aunque sí atesoro algunas cualidades poco comunes y nada valoradas. Soy capaz de dormir de pie, por ejemplo. De joven, cuando combinaba la vida nocturna con las obligaciones laborales diurnas, me bastaba con algún elemento vertical sujeto a una pared en el que apoyar la cabeza: lo demás, salía solo. En el bar de la familia teníamos una vitrina llena de trofeos sin mucho valor, ya saben: una copa de un torneo local de futbito, otra de un campeonato de billar, las medallas que te regalaban por participar en alguna carrera popular, la orla del bachillerato de mi primo… En cuanto la clientela concedía un pequeño respiro, este que viste y calza apoyaba el tarro en aquella madera cálida y dormía como un lirón hasta que mi tío Paco, indignadísimo con mis exhibiciones gratuitas de verticalidad, me soltaba una hostia con la mano abierta mientras ponía de vuelta y media a todo el santoral. Solo cuando el padre Laureano estaba presente -y le gustaba más el vino país que un buen salmo responsorial, calculen ustedes mismos la probabilidad- reprimía un poco aquella furia atea suya y concedía un ahogado "¡me cago es sos!", entiendo que por no herir sensibilidades ni perder clientela.

Vivir de manera ordenada conlleva ventajas de las que muy pocas veces se nos informa como, por ejemplo, el control del peso. Ajustar las horas del sueño al dictado solar implica que nuestro cuerpo se relaje y evite protegerse acumulando grasas, su primera línea de defensa para casi todo. Dormir las horas justas y en el momento idóneo adelgaza, así de claro, de ahí que mi primera reacción en cuanto las cremalleras empiezan a pedir asilo político a la costurera sea la de ordenar un poco esta vida deslavazada mía del culo veo, culo quiero. Mantenerse atractivo implica sacrificios y esquivar la siesta del carnero es uno de ellos. Pocos placeres hay en esta vida como el de planchar la oreja durante un par de horas antes de las comidas, a menudo acompañado de un desayuno tardío, digamos que a eso las doce. ¿Es agradable? Por supuesto. ¿Es sano? Mi recién desechada talla 31 en pantalones indica bien a las claras que no.

No es la primera vez que engordo como un jabalí en tiempo de siembra: el sobrepeso y yo somos viejos conocidos: a menudo, amantes; otras veces, enemigos. Te quedas a ver un partido de la NBA hasta las cinco de la mañana, te acuestas, despiertas a las doce, desayunas un paquete de salchichas con queso, sucumbes a la referida siesta del carnero, te repones zampándote una caja de Phoskitos y en pocas semanas, digamos que dos o tres, dejas de ser un columnista madurito medio bien para convertirte en Don Ramón, el director de la vieja Caja de ahorros. En su caso, todo hay que decirlo, no era tanto el desorden vital como un gusto obsesivo por cualquier comida lo que sentaba las bases de aquel cuerpo fenomenal. ¿Es el orden, por tanto, la panacea para luchar contra la obesidad? Sí y no, la vida nunca es cuestión de blancos o negros. A mí me funciona, al menos durante las pocas semanas que me pongo manos a la obra y dejo de vivir como un adolescente criado por una piara de cerdos. Madrugo moderadamente, cambio la bollería por fruta, salgo a caminar, evito los hidratos de carbono a partir de las cinco de la tarde…

Mantenerse atractivo implica sacrificios y esquivar la siesta del carnero es uno de ellos

La maquinaria biológica que me tocó en suerte suele responder en cuanto se le ajustan cuatro tuercas y la báscula se va sintiendo un poca más aliviada día tras día hasta que me siento demasiado bien, demasiado sano, y rompo la baraja por la sota de bastos. Es lo que un buen amigo define como mi particular concepto de la humildad, una huida hacia adelante para abandonar el hedonismo y la vanidad que, inevitablemente implica el ejercicio de querer ser una mejor y bellísima persona. En definitiva, si nos cruzamos este verano en alguna playa y le parece a usted que estoy demasiado gordo, o simplemente no hago justicia a las fotos antiguas que me representan por ahí, piense que estoy así porque puedo, no porque quiera, e invíteme a una cerveza mientras me cuenta qué le ha aportado a usted la vida ordenada, la vida moderna que es, al mismo tiempo, la mejor y la peor vida que hay.