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Un terremoto en diferido

Sucedió en Santiago de Compostela, durante mi único año como estudiante universitario. Fueron unos meses gloriosos pero oscuros, una experiencia de la que no acostumbro a presumir pues me recuerda con qué facilidad me gastaba entonces el dinero que tan sufridamente ganaban mis padres sin apenas despeinarme, con una sonrisa y tal desvergüenza que revivirlos no hace más que confirmar mi impresión de que soy una persona horrible y el peor de los hijos que hayan visto los tiempos.

Compartía piso con un viejo camarada del bachillerato, una estancia coqueta y de nueva construcción situada al lado del campus que bien podría confundirse con un palacio, al menos en comparación con los cubículos estrechos y destartalados que se estilaban en aquellos tiempos dentro del ambiente estudiantil. Al ser un entresuelo, lo que ofrecía múltiples ventajas, disponíamos incluso de un pequeño jardín que en aquellos primeros días de convivencia fue objeto de numerosos proyectos, los cuales incluían desde la clásica parrilla para organizar churrascadas hasta una canasta con la que practicar nuestro tiro de media y larga distancia, pero que terminó tan abandonado que al florecer la primavera tuvimos que llamar al Seprona para que se hiciera cargo de las serpientes y cocodrilos que merodeaban entre la maleza.


Yo le clavé los ojos como quién contempla la necedad de un loco desde el púlpito del conocimiento y con una furia incontenible en la voz le respondí: "“¿Es que tú nunca te enteras de nada? ¡Ha habido un terremoto!"


Una noche, mientras disfrutaba de la televisión y el sofá en exclusiva, sentí una especie de temblor, casi un cosquilleo. He de reconocer que por entonces solía fumar algo más que tabaco así que no le di mayor importancia al extraño fenómeno e incluso me sentí gratificado por aquel leve masaje que me recorrió el cuerpo y me provocó una generosa erección, no sabría explicar el por qué. El caso es que ya me estaba bajando el pantalón cuando escuché abrirse la puerta del cuarto de mi compañero y sus pasos avanzando por el pasillo, estruendosos como si en lugar de zapatillas se hubiese calzado unas botas reglamentarias del ejército nazi. “"¡Un terremoto, un terremoto!"”, dijo echándose las manos a la cabeza y mirando a un lado y a otro, como si estuviese calculando los daños o buscando víctimas entre supuestos escombros. Entonces sonó el teléfono y con el mismo escándalo que había salido de la habitación se dirigió a la cocina para atender la llamada.

Durante toda la noche no cesó el ajetreo telefónico: llamó su madre, llamó mi padre, llamaron sus abuelos y mis abuelos, tanto maternos como paternos; llamó una tía suya de Francia que se había escapado de casa a los dieciocho años para casarse con un negro e incluso llamaron mis primos de Andorra, seguramente alertados por mi madre, siempre entregada al drama y al calor de la familia en los peores momentos. Huelga decir que yo no me levanté del sofá ni para mear, instalado en pleno nirvana psicotrópico y encantado de haberme conocido, así que fue mi sufrido colega el encargado de calmar los ánimos y contarles a todos con qué inquietud estábamos viviendo aquellos dramáticos momentos. “"Rafa no se puede poner al teléfono”", mentía él, “está tan asustado que casi no puede ni hablar”.

Al día siguiente me levanté temprano, a eso de las doce, y bajé al quiosco para comprar la prensa y confirmar si lo del terremoto había sido cierto o solo se trataba de un mal sueño, como aquella vez que creí acostarme con una compañera de clase a la que no soportaba y al despertar, entre fríos sudores de pánico, respiré aliviado al verme solo en la cama aunque aquel no fuese mi piso. “"Miles de gallegos pasaron la madrugada de ayer en la calle después de un temblor de tierra que sembró el miedo y el desconcierto en toda la comunidad a las dos menos diez de la madrugada"”, escribía mi ya entonces admirado Xosé Hermida en la edición gallega de El País. “"El seísmo, de intensidad de 5,1 grados en la escala de Richter, se percibió en Portugal, Asturias, Castilla y León, Madrid e incluso en algunas provincias andaluzas"”.

Reaccioné inmediatamente a lo que estaba leyendo y presa del miedo eché a correr sin pagar siquiera el periódico, lo que al día siguiente me costó una buena reprimenda de Faustino, el quiosquero. Me encerré en el piso y me acurruqué bajo el marco de una puerta, como en las películas de catástrofes americanas, mordiéndome las uñas. Estaba tan asustado que incluso me puse a rezar y todavía hoy me recuerdo pidiéndole a dios que, por favor, arrasase Galicia entera si se le antojaba pero que se apiadara de mí, que ya me encargaría yo de llorarlos a todos y de encender velas a cuanto difunto hiciera falta. Entonces se abrió la puerta principal y apareció mi compañero de piso con los libros bajo el brazo y se me quedó mirando como si no entendiese nada. "¿Qué haces ahí sentado?", preguntó. Yo le clavé los ojos como quién contempla la necedad de un loco desde el púlpito del conocimiento y con una furia incontenible en la voz le respondí: "“¿Es que tú nunca te enteras de nada? ¡Ha habido un terremoto!"”. No recuerdo ningún otro momento de mi vida en el que haya sentido tan cercano el frío aliento de la muerte, a pesar de que todo ocurrió en diferido. Para que luego presuman por ahí cuatro fanáticos indocumentados sobre la emoción insuperable del directo o tachen como terremoto informativo el despido, también en diferido, de Luis Bárcenas.

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