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Televisión: Toma Final

NO SABRÍA explicar por qué pero el concurso funcionaba. Cada tarde, durante una hora, nuestras líneas telefónicas echaban humo y la gente parecía dispuesta a esperar diez, quince, veinte minutos, con tal de poder concursar con nosotros en directo. No era un sacrificio menor. Además del tiempo invertido en la espera estaba el asunto del coste económico (salvaje, si uno multiplica los minutos por aquella tarifa demencial). Resultaría descabellado pensar en una audiencia de miles de espectadores, no era así ni por asomo. Pero sí que acumulábamos varias docenas de fieles que cada tarde, teléfono en mano, se peleaban por aparecer en antena y tentar a la suerte sobre aquella ruleta de madera.

Bote mágicoA la mayoría los conocíamos por la voz, sin necesidad de las típicas presentaciones. Estaban Loli y Teresa, de Cangas; Julio, de Marín; Rosa y José, de Bueu... No se perdían ni un solo programa y, lo que es más importante, no se desencantaban porque el valor de los premios conseguidos estuviesen tan por debajo de la inversión realizada. Un día apareció la Policía y solicitó los registros de llamadas. Al parecer, sospechaban que los equipos de limpieza de cierto ayuntamiento utilizaban los teléfonos del mismo para concursar con nosotros. Creo que fue el día en que decidí poner fin a aquella aventura televisiva antes de que algún juez la terminase por mí. La única cuestión a resolver era la de mi salario, del todo invisible a pesar de llevar ya varios meses trabajando para el Jefe. "Te doy la oportunidad de tu vida y a ti solo parece interesarte la mierda esta de cobrar", me dijo un día en el que me puse un poco pesado con las cosas del comer: el tipo tenía respuestas para todo.

La idea definitiva para solucionar aquel entuerto me la dio el título de una película de Woody Allen: ‘Toma el dinero y corre’. Era un plan atrevido pero podía funcionar. Es más. Debía funcionar. La otra alternativa consistía en renunciar a lo que era mío por derecho, reconocer mi derrota e irme a casa con la sensación de haber sido uno más entre los timados por mi propia creación. Tenía varios ases en la manga, puntos ciegos del concurso que jugaban a mi favor. La primera —y la más importante— era que la supuesta suerte de los concursante seguía dependiendo de una trampa flagrante: el presentador del concurso —un servidor— era el encargado de parar la ruleta en la casilla que más nos interesaba. La segunda, es que el Jefe delegaba en mí la entrega de los premios, incapaz de dar la cara ni ante los espectadores más agradecidos. Y la tercera, básica para mi venganza definitiva, era la casilla del Bote Mágico: un triángulo dorado que daba derecho a jugar por el premio más goloso del programa.

Cada semana, aquel mal llamado Bote Mágico se inflaba con 5.000 pesetas más, llegando a alcanzar la cifra nada desdeñable de 85.000 rubias. Ese era el montante del botín que yo aspiraba a llevarme a casa sin dejar rastro. Mi madre llamaría haciéndose pasar por otra persona, yo detendría la ruleta en la casilla del premio, la ayudaría a contestar correctamente la pregunta y el Jefe firmaría un cheque al portador que, sin que nadie pudiera intuir lo que estaba pasando, yo terminaría cobrando en cualquier oficina bancaria del centro. De verdad que no la recuerdo pero tampoco me cuesta mucho imaginar mi sonrisa de villano mientras repasaba mentalmente las líneas maestras del plan: la astucia del becario estaba a punto de superar a la del maestro. "Buenas tardes, amiga. ¿Desde dónde nos llama", pregunté. Y mamá dijo aquellas palabras que habíamos ensayado la tarde anterior: "Me llamo Margarita y llamo desde Combarro". Ya no había marcha atrás.

Para pasmo de Lore, los cámaras, el realizador y Carballa, que seguía el programa desde la sala de control, detuve la ruleta en la casilla del Bote Mágico y enseguida apareció en pantalla el rótulo con la pregunta de rigor y sus cuatro posibles respuestas. "Por 85.000 pesetas y el primer Bote Mágico de la temporada, dígame, querida amiga: ¿cuales son las medidas exactas del Guernica de Picasso?". De las cuatro opciones, mamá se quedó con la A, que no era la correcta, así que tuve que improvisar alguna ayuda que no pareciese tal, algo del tipo "piénselo bien, Margarita. Se está jugando muchísimo dinero". Aquello la hizo reaccionar y cambió su respuesta a la B, que tampoco era la correcta. "¡Qué decisión tan importante para tomarla sola, querida amiga. ¿No hay nadie en casa que le pueda echar una mano?", improvisé yo un poco nervioso, tanto que Lore, mi azafata y enemiga mortal, me pegó una patada en la canilla lejos del escrutinio de la cámara. "No sé... También podría ser la C", dijo entonces mi madre. Y ahí fue cuando, ni corto ni perezoso, decidí jugarme el todo por el todo y ordenar al encargado de los grafismos que marcase la C. "La C, ha dicho la C... Marcamos la C". Ni que decir tiene, claro, que esa era la respuesta correcta.

La cara del Jefe mientras firmaba aquel cheque es la mayor victoria de mi triste carrera laboral. No volvimos a vernos, en parte porque nunca jamás volví a aparecer por la oficina ni los estudios de televisión, y en parte porque ninguno de los dos se empeñó en lo contrario. La Ruleta Mágica, aquel engendro parido por mi cabeza de adolescente hipermotivado, cayó felizmente en el olvido y solo de vez en cuando, por las fiestas o en mi cumpleaños, recibo algún mensaje capaz de conectarme, aunque solo sea vagamente, con aquellos meses de locura y desenfreno televisivo. Lo firma Luciano, el brujo, todavía preocupado por la salud de mis intestinos: "¡Te morirás y aún me echarás en cara que no te avisé!". Me temo que está dispuesto, él sí, a perseguirme más allá de la muerte.

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