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Tallón y yo

HACE UNAS semanas estuve con Juan Tallón, ese muchacho de Ourense al que permiten emborronar alguna que otra página de este mismo periódico a cambio de un buen pellizco en euros, yo calculo que no menos de un millón o dos, la cantidad mínima por la que un escritor de su talento debería levantarse de la cama y ponerse a trabajar. Su aspecto es bueno, saludable, se nota que ha dejado de hacer deporte y que se alimenta correctamente pese a cocinar su propia comida, algo que a mí, sin ir más lejos, estuvo a punto de costarme la vida por esa incapacidad innata para freír un huevo, pelar una patata o comprender el funcionamiento de una sencilla cocina de gas. Además del pelo más corto y engominado, detalle que se me pasó por alto pero que él mismo tuvo la amabilidad de apuntar, llevaba ropa nueva y alarmantemente colorista, excesivamente vistosa para un tipo sencillo como él, por lo que me vi en la obligación de preguntarle si se había separado de la madre de su hija o tenía una amante.

Eliminado cualquier temor sobre la causa de tan novedosas conductas estilísticas, "Marta bien, la niña bien", nos refugiamos al abrigo de unos soportales y un par de vermuts, poniéndonos al día sobre nuevos proyectos y viejas anécdotas, que es lo que hacen dos buenos amigos que se ven menos de lo que deberían y más de lo clínicamente aconsejable. Con su modestia habitual, como quién confiesa que se plancha las camisas, me dijo que ya tenía casi terminada su nueva novela, "unas ochocientas páginas", que vienen a ser el doble de las que yo haya podido acumular a lo largo de toda mi carrera como escritor, trovador, cuentista o llámenlo como quieran; al fin y al cabo, desde que una vecina le dijo a mi madre que su hijo era un drogadicto cualquier calificativo me parece bien, incluso el de periodista. Alargué la conversación tanto como pude en torno a su nueva creación: temática, estilo, expectativas comerciales y todas las cuestiones que se me fueron ocurriendo sobre la marcha para no dar pie al siguiente paso lógico, ese momento terrible en el que él deja de hablar de lo suyo y pregunta: "¿Y tú qué?".

En mi defensa debo decir que me porté como un hombre y no oculté la verdad, así que comencé por confesar que mi proyecto de novela seguía en el mismo punto que el verano anterior, tirada al sol, y que para llenar el vacío de tanto tiempo libre me había comprado una consola de videojuegos: una nueva y flamante Xbox 360 que a Juan le sonó a algo que había leído en un libro de Orwell pero se lo calló, no quiso hacer daño. "¿Y a qué juegas, si puede saberse?", preguntó. Yo le expliqué que estaba bastante enganchado a un título japonés de estrategia, una simulación en la que, partiendo de un pequeño poblado y unos cuantos guerreros, debes desarrollar una civilización entera y forjar un nuevo imperio, algo que te puede llevar varios meses de entrega constante a la ficción, quizás unas cuantas semanas si juegas unas 24 horas al día. Él se me quedó mirando con esa cara que ponen los amigos cuando sienten unas ganas irrefrenables de pegarte una hostia pero se las aguantan, ese pequeño instante con aspecto de eternidad en el que esperas a que se levante, te agarre de las solapas y, voz en grito, te pregunte qué cojones estás haciendo con tu vida. Sin embargo, Juan prefirió dar un sorbo a su vermut, clavar la mirada en un punto indeterminado situado a mi espalda y sentenciar: "Bueno… Forjar un nuevo imperio me parece un proyecto mucho más ambicioso que escribir una novela".

Luego nos fuimos a comer por ahí. Como es habitual, analizamos la situación del país, la liga nacional de fútbol, rajamos de los amigos comunes… Finalmente, como corresponde a la gente civilizada y bien avenida, nos despedimos entre besos y abrazos, él camino de la estación de trenes con un libro en la mano y yo rumbo a donde había dejado mi coche, con un ticket de aparcamiento en el bolsillo. Mientras caminaba, me dio por recordar el día en que, no sé por qué, le dije al propio Tallón que pensaba dejar el bar, abrir un blog y dedicarme a escribir. Aquello sucedió una mañana de primavera, en el centro de Ourense, y fue la primera vez que vi aquella cara suya de contención ante la violencia justa, el silencio cómplice en lugar del reproche descarnado, de la advertencia necesaria. Quizás, y solo quizás, si Juan no fuese tan buena persona y hubiese cortado de raíz aquellas ínfulas de nuevo escritor, aquel intento desesperado por parecerme a él y dedicar mi vida a las letras, hoy sería un potentado empresario de la hostelería que saluda a los amigos con fuertes palmadas en el hombro, visiblemente despreocupado. Sin embargo no dijo nada, y mientras me revolvía los bolsillos y me preguntaba si, de verdad, algún día seré capaz de escribir una novela, aunque sea pequeña, me di cuenta de no llevaba ni un triste céntimo encima y me vi obligado a llamar a casa, a ver si alguien podía venir a rescatarme. "Voy pero por el coche, no por ti", dijo mi padre que, al contrario que Tallón, nunca ha sido capaz de callarse lo que realmente piensa.

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