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Sobre la reputación

UNA VEZ al año, al poco de comenzar las vacaciones escolares de verano, llegaba a Campelo un veterinario cargado de jeringuillas y unos frasquitos de cristal para vacunar a todos los perros del pueblo contra la temida rabia. Además de un niño, yo era bastante imbécil: las cosas como son. Estaba convencido de que la enfermedad se manifestaba en forma de espuma que brotaba de la boca del animal, como en los tebeos, así que no era extraño verme correr despavorido a refugiarme entre los brazos de mi madre cada vez que me encontraba con un chucho medio fatigado, con un hilillo de babas colgando de sus fauces.

La campaña anual de vacunación canina solía atraer el interés de los vecinos más curiosos y ociosos del lugar, por lo general niños, parados, jubilados y yernos de poca valía que se agolpaban frente a la sacristía de la iglesia para disfrutar del espectáculo. Son las cosas que tiene el medio rural y mientras Vigo o Madrid se convulsionaban frenéticamente impulsados por la movida de los ochenta, en Campelo nos entreteníamos contemplando cómo un desconocido jeringueaba a unos cuantos perros; cada uno entiende la modernidad a su manera, supongo.

La campaña de vacunación canina solía atraer el interés de los vecinos más curiosos

Para la ocasión se instalaba una mesa plegable de contrachapado que simulaba las vetas de alguna madera noble, dos banquetas y una sombrilla promocional de alguna marca de cervezas. Allí se acomodaban el veterinario y el cura, algo que siempre me llamaba la atención pues no tenía entendido que los animales profesasen religión alguna y mucho menos el cristianismo, a la que yo siempre relacioné con los gatos, no sé por qué. A primera hora de la tarde, terminado el capítulo de la telenovela de moda, comenzaba el desfile de canes acompañados de sus respectivos dueños, aunque bien podría pensarse lo contrario. Algunos comparecían visiblemente orgullosos, conscientes de la admiración que despertaban sus mascotas entre los vecinos. Otros se limitaban a cumplir el trámite con formalidad administrativa, dueños de perros que ni fu ni fa, y luego estaba Ramón. ¡Había que ver a aquel hombre entrando en la plaza con dos pequeños chihuahuas, uno en cada brazo! Ramón era una montaña de hombre, un gigante de bigote frondoso, mirada asesina, manos como remos y una espalda sobre la que podría escribirse la primera parte de ‘El Quijote’. Nadie se reía por miedo a desagradables represalias pero, por dentro, se descojonaba hasta el cura.

Los veterinarios, uno diferente cada año, parecían fabricados en serie dentro de alguna fábrica situada en sabe Dios qué país centroeuropeo. Todos tenían pinta de hippies magiares y a menudo se les distinguía por el diseño de las gafas, siempre apoyadas en la punta de la nariz mientras introducían la aguja en el botecito y extraían unos cuantos mililitros de solución. Mientras estos pinchaban, el cura comprobaba que las cartillas de vacunación presentadas se ajustasen al perro en cuestión pues no era la primera vez que alguien trataba de colar a un chucho nuevo por otro, que vaya a saber el mundo con qué intención hace ese tipo de cosas una persona cabal. También le gustaba bendecir a dueños y animales aprovechando la espera. "Cosas de Dios", decía. Solía llevar un poco de agua bendita en un botellín reciclado de Bitter Kas y ejecutaba unas señales de la santa cruz con una limpieza y un sentimiento digno de admirar: se veía a leguas que se trataba de un cura comunista que no comulgaba con el clasismo, tampoco entre criaturas del señor.

Entre risas y brincos, la jornada alcanzaba su punto álgido cuando se presentaba Miki con Tarzán, que era el perro favorito de todos los que soñábamos convertirnos en John Rambo una vez terminada la enseñanza obligatoria. Coser a unos cuantos centenares de rusos y vietnamitas a balazos, con el pecho descubierto y una cinta en el pelo, parecía una excelente opción de futuro para todos aquellos que no deseábamos seguir los pasos de nuestros padres. Con la edad vas comprendiendo que eso de ir matando infieles no es vida pero en aquel momento parecía una idea excelente: sin horarios, a campo abierto, conociendo diferentes culturas… Salvo por la violencia, tampoco hay grandes diferencias entre aquellos sueños y los más actuales de youtubers o modelos de Instagram.

Miki era un yonki al uso, buen chaval pero con vicios peligrosos. Tarzán, por su parte, era un perro de película gore, un animal con cabeza de toro, patas de elefante y pecho de luchador UFC. Algunos decían que era un pastor alemán pero a mí siempre me pareció una criatura del averno, un proyecto de cómic. Para evitar desgracias, su dueño lo ataba en firme con una cadena de acero mientras el veterinario, asustado por las maneras diabólicas del animal, le lanzaba pinchazos desde la distancia, como un banderillero colombiano. Tras varios intentos infructuosos, el galeno acertó por fin con las carnes de Tarzán quien, para sorpresa de todos, aulló como un caniche y aflojó los cuartos traseros. Nadie se lo podía creer. La plaza estalló en una carcajada monumental. Se reía el cura, se reía el veterinario, se reían Ramón y sus dos chihuahuas… El único que no se reía era Miki que le asestó una patada al pobre Tarzán y se lo llevó hecho un basilisco, con el avergonzado animal encogido y escondiendo el rabo entre las piernas. Aquel día aprendí lo poco que dura la buena reputación y a veces pienso que fue en ese preciso momento cuando comenzó a definirse mi propia historia: en el futuro escribiría mierdas en precario, qué importaba lo que dijera la gente.

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