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Paseando a Miss Daisy en Cans

HACE UN par de semanas, como quién no quiere la cosa, me infiltré entre lo más granado de la alta sociedad madrileña para poder observar de cerca el comportamiento básico de tan peculiar estirpe. A grandes rasgos, obviando ciertos detalles superfluos como las gafas de Gucci, los bolsos de Gucci o las tetas de Gucci, la flor y nata de la capital se parece mucho a esos madrileños del montón que nos visitan en verano y se pasean por Silgar con banderitas de España en el cuello del polo y las manos metidas en los bolsillos, aparentando posibles.

Saludan de un modo un tanto excéntrico, eso sí. Ellos se golpean el pecho y las espaldas con fuerza, como si cursasen estudios militares, mientras que ellas lo besan todo pero sin besar nada, apenas un roce de mejillas y los morritos al aire, a volar. Por lo demás, su idea del ocio no difiere en exceso de la de cualquier hijo de vecino: les gusta gorronear pinchos en las barras, beben como cosacos, hacen cola en los baños para esnifar cocaína… Nada del otro mundo aunque todo con un orden y un saber estar que sí llama la atención, como si cada movimiento se hubiese ensayado mil veces frente a un espejo y bajo supervisión de una institutriz victoriana.

El caso es que, mientras realizaba tan exhaustivo trabajo de campo, empezó a llamarme la atención que casi todo el mundo estuviese haciendo planes para visitar el Festival de Cans: que si claro que voy a Cans, que si Mariona ya tiene casa en Cans, que si Liberto nos ha invitado a visitar su yate en Cans… Ahí se rompió la magia. Temiendo no ser entendido por proceder de una cultura castrexa, bárbara a todas luces, me decidí a entablar conversación con una señora mayor que sonreía todo el tiempo y saludaba desde la distancia. Ayudándome de mi potente capacidad gestual y amplios movimientos de manos, le pregunté a la vieja cómo era aquello de llevar un yate hasta Cans, si en Porriño no hay mar.

Le pregunté cómo era aquello de llevar un yate a Cans si Porriño no tiene mar


Ella se rio varias veces, saludó a unos cuantos centenares de personas mientras sorbía su copa de champán y, cando por fin comprendió la naturaleza de mi pregunta, respondió visiblemente escandalizada: "¡Francia, querido!" Parece mentira el punto de admiración que está alcanzando la cultura gallega en el extrarradio que hasta los franceses, tan suyos para estas cosas, se afanan en imitar nuestros eventos más famosos. Llegados a este punto, he de reconocer que yo jamás había visitado la aldea de Cans y nunca se me hubiese pasado por la cabeza acudir a un festival de cortos de no ser por la insistencia de mi compañera de armas, Diana López Varela. Además de feminazi, escritora brillantísima y Cota de nuevo cuño por vía matrimonial, la Lovar es una amante incorregible del séptimo arte, hasta el punto de cargar conmigo durante todo un día por el mero placer de degustar unos cuantos cortos de autor en un gallinero.

«¿Y qué necesidad tendría ella de tan insufrible compañía?», se preguntarán ustedes. La respuesta es sencilla: Diana es alarmantemente hipocondriaca y conducir de noche le provoca ataques de pánico, así que suele asegurarse la compañía de algún pobre infeliz como yo para, en caso de accidente, no morir sola. Recogimos a Manuel Jabois en Pontevedra, algo que nos agradecieron profundamente en cuanto llegamos pues el muchacho formaba parte del jurado y los organizadores estaban a punto de dar parte a la Guardia Civil, alarmados por su ausencia. Por allí estaban también destacados miembros del audiovisual gallego como Ana Cermeño, Dani de la Torre o Nacho Castaño, repartiendo papeles con urgencia para votar a los cortos ganadores mientras Sasi, el alma máter del Festival, nos devolvía el favor de rescatar a Jabois untándonos en licor café y porciones magníficas de empanada.

Bien alimentados, nos dirigimos a las salas de proyección, unos espléndidos gallineros y galpones de todo tipo en los que los espectadores se sientan por donde pueden. Al llegar nos invitaron a ocupar dos sillas plegables, con un cómodo respaldo, pero Diana exigió dos cajas de cerveza en las que a duras penas logré asentar el culo: es una purista. Tras las proyecciones te ofrecen la posibilidad de votar los trabajos expuestos así que, concienzudo, lamí la punta del lápiz y marqué la casilla del cinco en todas ellas: la máxima puntuación. La purista, como era de sospechar, llenó la cuartilla de puntualizaciones técnicas y comentarios sarcásticos que habrían sonrojado al mismísimo Carlos Boyero.

Tan solo uno de los cortos visionados mereció, para Diana, los cinco puntos mientras los demás tuvieron que conformarse con su sensual desprecio: así se las gasta nuestra pequerrecha cuando se toma las cosas en serio. La fiesta en el pueblo explotaba cuando empezamos a discutir si volver a casa o claudicar al encanto agropop de Cans: conciertos, bares atestados, alcohol barato, bocadillos enciclopédicos… Las cuatro patas de mi tabla de perdición y yo empeñado en regresar para poder terminar un partido que había dejado pendiente en la Xbox . Los insultos proferidos por Diana se escucharon en Portugal y esa misma noche, en la RTP, dieron la noticia de un fuerte seísmo con epicentro en el sur de Galicia provocado por un estruendoso bofetón.

Por suerte para mí, Jabois apareció de la nada y le rogó a Diana que, por favor, nos devolviese al hogar: el Festival de Cans había sido demasiado incluso para él, y ya me dirán ustedes qué mayor garantía pueden encontrar de que aquello es una verdadera troula. Por supuesto, Diana juró ante un dios en el que no cree que nunca jamás volvería conmigo a Cans pero, por suerte, ya he encontrado una nueva pareja de baile para esta edición: Mara Torres, presentadora de las Noticias de la 2, ha solicitado mis servicios para pilotar su engalanado tractor y yo, que soy un caballero, ya he visto siete veces Paseando a Miss Daisy en lo que va de semana.

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