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Outro máis

Voluntarios limpiando el chapapote del Prestige
photo_camera Voluntarios limpiando el chapapote del Prestige. ARCHIVO

CUANDO UNO nace y se cría en un pequeño pueblo pesquero, aprende que a nadie le importa menos el mar que al marinero, si acaso al político. Por supuesto que existen las excepciones honrosas pero, por regla general, quienes viven de la pesca o el marisqueo son los primeros en hacer todo cuanto está en su mano para acabar con él.

No solo se trata de la explotación irresponsable de nuestras costas y otros bancos, también del abandono y el desprecio permanente hacia un medio que alimenta bocas a cambio de toneladas de basura. En sus aguas termina el gasoil, la pintura, el alquitrán, las viejas artes inservibles, las botellas, las latas, los plásticos… Todo cuanto resulta inútil a bordo de un barco termina arrojado por la borda con un desapego pasmoso, como si las consecuencias nunca fuesen con los causantes y, el que venga detrás, que arríe. Vaya por delante esta pequeña introducción antes de entrar en materia, una advertencia sencilla para que nadie se lleve a engaño y termine errando el tiro.

Vivía y trabajaba yo en Andorra cuando el buque petrolero Prestige se hundió a unos 250 kilómetros de la costa gallega. Como cualquier noticia que provenía de casa, empapado como estaba de morriña hasta las trancas, seguí aquellas primeras informaciones con especial atención pero sin gran preocupación pues los medios de comunicación parecían restar importancia a la posible amenaza.

A nadie le importa menos el mar que al marinero, si acaso al político


Las declaraciones de los responsables políticos de entonces también invitaban al optimismo y hasta la avenida Carlemany, en Escaldes, llegaban las carcajadas provocadas entre el respetable cuando uno de ellos advirtió que la solución pasaba por pegarle dos cañonazos "y punto". No hizo falta el fuego de artillería pues el barco se partió en dos y comenzó a hundirse vertiendo al mar su venenosa carga. Las semanas posteriores se convirtieron en un circo mediático en el que la información se difuminó con la propaganda hasta que el chapapote llamó a nuestras puertas y la catástrofe se hizo evidente.

Ya se sacaba crudo con las manos en muchos puntos de la costa gallega cuando una mañana, antes de salir para el trabajo, vi a uno de mis vecinos en la pantalla de mi televisión, una cucada de  pulgadas que me compré a precio de saldo en un supermercado, una tarde que bajé a por embutido.

Conocía a Manuel desde que tengo uso de razón y no lo había visto llorar nunca: ni en los entierros de sus parientes, ni cuando su hijo se enganchó a la heroína, ni siquiera una vez que ayudándome a mover una nevera se le cayó el armatroste encima de un dedo y lo planchó como una camisa de boda.

Tenía los ojos inyectados en sangre, las lágrimas le corrían a raudales por la cara diseñando surcos sobre los restos de crudo adheridos a su piel y gritaba palabras incomprensibles a una cámara de televisión mientras señalaba al mar con la impotencia de quien se siente vencido al poco de comenzar a pelear. Sentí como la angustia se apoderaba de mí y, por esas cosas estúpidas de la juventud y cierto sentido de la lealtad, aquella misma semana me despedí del trabajo, hice las maletas y regrese a casa con la intención de aportar mi pequeño grano de arena a la lucha.

No moví un dedo, esa es la verdad. A quien preguntaba me decía que todo estaba controlado, que sobraban voluntarios y que la mejor manera de echar un cable era quedarse en casa y no entorpecer. Los bares, al menos entonces, seguían teniendo ese componente confesional para quienes no pasaban una iglesia y allí empecé a escuchar las primeras historias de pillaje y abusos: fulanito tenía varias docenas de capachos en casa, menganito pedía dos pares de botas cada vez que se acercaba a limpiar, centranito revendía el gasoil que las autoridades habían puesto a disposición de las embarcaciones voluntarias.

Un día entré al bar y vi a Manuel riendo a carcajadas mientras chupaba la cabeza de una cigala, recuerdo que bien secundado por varios compañeros de faena y con el vino albariño corriendo en botella por el mostrador, como si alguien hubiese adelantado las fiestas patronales de la Virgen del Carmen y nadie me hubiese avisado. "Outro máis!", reían divertidos mientras echaban cuentas de las ayudas económicas prometidas y de las bondades de un parón más o menos prolongado en el ritmo de capturas.

Quince años después de aquello, esta semana me encuentro con testimonios en diferentes medios que rememoran lo ocurrido entre gestos de gran afectación y palabras entrecortadas. Muy pocos me resultan creíbles, seguramente muchos menos de los que en realidad merecerían toda mi solidaridad. Y es que fueron decenas de miles los que se lanzaron al mar a luchar contra el chapapote con poco más que cubos y dignidad "sí, otra vez cubos y dignidad" pero también demasiados los que aprovecharon la tesitura para sacar provecho de la bondad ajena y se embarcaron en una espiral de desvergüenza que terminó con el espaldarazo electoral mayoritario a quienes deberían haber sido castigados como responsables últimos de lo sucedido.

Habría que ser un malnacido para no sentir como propia una desgracia que todavía perdura por más que, otra vez la propaganda, trate de convencernos de lo contrario. Así que hagámonos pasar por mártires ante nuestros primos de Madrid, si así nos sentimos mejor, pero dejemos de fingir entre nosotros: lo peor de la catástrofe del Prestige fue que, como casi siempre, aquí no pasó nada.

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