Blog | Ciudad de Dios

Noches de San Xoán

YA NO se hacen hogueras como las de antes, al menos es lo que diría cualquier hijo de vecino que todavía recuerde los buenos tiempos. Hablo de aquellos días en los que no era necesario solicitar ningún tipo de permiso a la autoridad competente para acumular en una pira todo cuanto se supusiese inflamable, prenderle fuego a conciencia y dejarse hipnotizar por el dulce contoneo de unas llamas que se elevaban hasta alturas asombrosas, de las que hacían temer por el tendido eléctrico, la integridad de alguna vivienda e incluso por el correcto discurrir del tráfico aéreo, en los casos más extremos. Eran tiempos de barbarie, tiempos salvajes y temerarios, tiempos de sardinas a precios decentes y vino sin etiquetar. Eran tiempos mejores, en definitiva, al menos en noches tan especiales como la de San Xoán.

Entiéndase que no me estoy refiriendo a esas hogueras de carácter burocrático, oficiales, en su mayoría subvencionadas por los concellos o alguna asociación vecinal con posibles, sino a las que surgían de la iniciativa particular de cuatro pelagatos en cualquier esquina olvidada de la mano de dios. Entre los barrios de cualquier pueblo se establecía una competencia sana por asaltar el cielo con fuego mucho antes de que Pablo Iglesias hiciese fortuna con el lema de marras y todos, niños y mayores, contribuían a alimentar las llamas con lo que fuese menester, desde muebles viejos hasta los libros del curso escolar recién terminado. Los más imaginativos adornaban el pico de la hoguera con un monigote al que, por lo general, se le incrustaba una buena espiga entre las piernas y se le colocaba un gorro de paja, lo que dotaba a las noches de San Xoán de una cierta pornografía apta para todos los públicos y muy celebrada entre la habitual concurrencia.

Eran tiempos en los que niños y no tan niños recibían carta blanca para dar rienda suelta a su ingenio más cabrón y a cierta sed de vandalismo simpático, sin mala intención salvo en casos puntuales, lo que daba pie a episodios memorables que luego se iban transmitiendo de boca en boca y de generación en generación, lo mismo alrededor de unas tazas de vino que rulándose los primeros pitillos a escondidas. Eran tiempos en los que nuestros abuelos cargaban sus escopetas con cartuchos de sal y se pasaban la noche agazapados tras un muro o una ventana, velando por el portal o cancilla, el carro, los animales domésticos, las macetas y, por qué no decirlo, el honor de la familia pues mientras que los canallitas habituales competían por la importancia del botín acumulado, los abuelos se jugaban su prestigio defendiendo el castillo, asustando al mayor número de atrevidos posibles y presumiendo de tiros descerrajados al día siguiente. Eran tiempos, por no recrearme más en la añoranza, cargados de una mística especial que insuflaba vida a los pueblos más moribundos, aquellos en los que nunca pasaba nada hasta que llegaba la noche de San Xoán y se desataba un frenesí colectivo que los convertía en el Reino Mágico de Narnia.

Pensaba en todo esto a altas horas de la madrugada del pasado viernes, mientras uno de mis amigos me preguntaba si prefería fresas o cardamomo en el gin-tonic, otro saltaba una hoguera ridícula haciéndose un selfie y un tercero se afanaba en pinchar reggaetón con un ordenador portátil conectado a unos altavoces decorados con luces LED. No faltará quién sostenga que todo esto no es más que una muestra práctica del civismo y la conciencia social adquirida por nuestra moderna sociedad pero yo lo interpreto, muy al contrario, como una alarmante pérdida de valores, un desgraciado naufragio de la idiosincrasia natural de los pueblos y un atentado contra la tradición y el buen gusto del que siempre hemos hecho gala en esta hermosa y perezosa tierra.

Casi sin darnos cuenta estamos dejando morir nuestras tradiciones para dar paso a costumbres totalmente ajenas que, por lo general, tomamos de la televisión y las revistas de los salones de belleza, antes conocidos como peluquerías. Hemos adoptado a Santa Claus como símbolo máximo de la Navidad, por encima incluso del Sorteo del Gordo y no digamos ya del Niño Jesús o los tres Reyes Magos. En Carnaval nos entra una fiebre carioca que empuja a señores y señoras de una cierta edad a salir a las calles casi en paños menores, emplumados como pavos reales y desfilando entre ritmos supuestamente sensuales que, por lo general, solo sirven para interrumpir la siesta y asustar a los niños pequeños. El día de Difuntos ya no se alimenta correctamente a las ánimas, no digamos ya darles de beber, sin embargo nos disfrazamos de brujas, de zombis o del burro de Shrek, e incluso hay niños que se pasean por las casas proponiendo el ‘'truco o trato’' yankee, que dan ganas de cerrarles la puerta en las narices o ponerlos a leer ‘A Esmorga’ de Blanco Amor; yo ya no sé. Tan solo las noches de San Xoán parecían resistir el acoso de las modas globales pero, visto lo visto, no descartaría entrar un día en una iglesia y toparnos con una imagen del santo vestido con pantalones pirata y un polo de La Martina en lugar de la habitual piel de camello… Qué dios nos coja confesados y con el software del iPhone actualizado.

Comentarios