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Montar un bar

ESPAÑA ES UN país con cuarenta y tantos millones de entrenadores frustrados y unos cuantos más que siempre han querido montar un bar. Entrenadores de fútbol, se entiende, aunque no se deben descartar otras opciones. Esta siempre ha sido tierra de atrevidos y autodidactas, con los cementerios llenos de valientes que han aprendido, por ejemplo, a morir solo una vez. Acuérdense de lo que pasó cuando Fernando Alonso llegó a la Fórmula Uno, por ejemplo: aún no se había hecho el asturiano con los mandos de su monoplaza y ya nos dedicábamos los demás a corregir la altura de los alerones o la presión de sus neumáticos. Lo hacíamos de boquilla, claro está, y sobre todo en los bares: los mismos que, en algún momento de nuestra vida, ansiamos regentar.

Bar

Como me he criado en uno, he tenido mucho tiempo para observar y reflexionar sobre esta extraña fijación de los clientes. No lo digo por decir: conozco a pocas personas que, en algún momento de su vida, no me hayan confesado su oscuro objeto de deseo. Sin ir más lejos, la semana pasada me contaba un taxista que, si la suerte de la lotería le acariciaba la cuenta corriente, dejaría el taxi para montar, cómo no, un bar: "uno normal, ¿eh? Nada de esas mierdas modernas que parecen peluquerías", puntualizó muy severo, mirándome a los ojos a través del espejo retrovisor. Me llamó la atención porque mi padre y mi tío siempre hablaban de cerrar el suyo y comprarse una licencia de taxista. Y es que la vida siempre le da limones al que no puede ver la limonada ni en pintura, supongo. Pero vamos a lo importante: ¿en qué momento empieza un cliente a fantasear con ser el dueño de su abrevadero de cabecera?

Es un fogonazo, apenas perceptible para la mayoría del personal, en el que algo se les remueve por dentro plantando la sucia semilla de la ambición hostelera. Sucede de repente, sin previo aviso: están tomándose un vino —o un café, no hay por qué relacionarlo todo con el alcoholismo—, como todos los días, tranquilamente, hasta que reparan en un reloj de pared, o en uno de los cuadros que decoran el local, y deciden que eso no queda bien ahí. Puede ser cualquier otra razón: creer que todo iría mejor si en lugar del Marca se ofreciera el As como periódico deportivo de cabecera, pensar que las banquetas deberían ser sustituidas por sillas con respaldo, comprar una televisión más grande, sustituir los vasos de tubo por copas de balón... Cualquier cosa. Hablamos de esas pequeñas variaciones en el entorno habitual que, a vista del cliente y casi empresario virtual, mejoraría la salud del futuro negocio. Ese es el punto de no retorno aunque, a menudo, ni ellos mismos se den cuenta.

¿Y a partir de ahí, qué? Pues a partir de ahí comienza la deriva de querer controlarlo todo, de no estar de acuerdo con el cuerpo de camareros, de fantasear con el tipo de tapas que ofrecería su local, las calidades de los licores, la disposición de la barra y hasta la de las mesas, los precios... El hostelero que todos llevamos dentro nunca se detiene y una vez abierta la veda, su vida es el tiempo que transcurre entre ese primer deseo de poseer un bar y la aceptación de que nunca será posible. A veces sí lo es, no quiero ser categórico en esto, y entonces es cuando el albañil, el electricista, el abogado o el cura, se dan cuenta de que la hostelería no es lo que ellos imaginaban y comienzan a arrepentirse de haber llevado a buen puerto sus sueños.

Esto me recuerda la historia de un emigrante que retornó de Suiza y abrió un bar en el bajo de su casa, en el mismo Campelo. Había trabajado en la construcción casi toda su vida y sus vacaciones eran esperadas como agua de mayo porque era hombre de cartera fácil, de los que invitan a cualquiera con ganas de abrazarse al vino y cantar unas rancheras. "Algún día montare un bar", deslizaba cada dos por tres en aquellas noches de exaltación. Y lo montó, como digo. Para anunciar la inauguración del mismo, distribuyó unos pasquines en los que se podía leer: "Antonio, el amigo de todos, cumple por fin un sueño". No cabía un alma más el día del estremo, huelga decirlo, pero dos semanas después apenas sostenían el sueño de Antonio un par de clientes con la entrada vetada en los otros bares del pueblo. Cerró poco tiempo después y, cierto día, de vuelta al lado correcto de la barra, me confesó sus razones: "tenía demasiados amigos y para tener un bar no se puede ser buena persona". En realidad sí se puede, pero hay que saber, cuando menos, disimularlo: esa es la primera cualidad que debe atesorar el futuro tabernero.

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