Blog | Ciudad de Dios

Gallina contra gallina

CUANDO CUMPLÍ los dieciséis, mi abuela me encerró en el gallinero y me ordenó matar una gallina: había llovido toda la semana y el cuerpo le pedía cocido, me parece recordar. Así contado puede parecer un acto cruel e innecesario pero lo cierto es que las gallinas no se mueren solas y una vez servidas en el plato, con sus cachelos, su verdura, su chorizo y su costilla, nadie llora por el alma de las difuntas ni se guarda un minuto de silencio en honor de las caídas. Alejado de dramatismos, lo cierto es que aquella imposición de mi abuela se trataba de un rito de paso habitual en los pueblos, una prueba de madurez que te envestía de una autoridad casi adulta si cumplías con suficiencia el encargo o te condenaba al ostracismo infantil y al más absoluto desprecio si fracasabas en el intento, que fue lo que hice yo aquella tarde de forma irremisible.

Lo recuerdo todo perfectamente: el sonido de la cancilla cerrándose a mi espalda, el tacto del cuchillo en la mano, el olor a mierda, la mirada atónita del bicho… Son ese tipo de experiencias que uno no olvida jamás y cuyo recuerdo regresa a tu cabeza cada poco tiempo, en parte para recordarte de dónde vienes y en parte para convencerte de que no vas a ninguna parte, de que no sirves para nada por muchos estudios o habilidades que acumules, mucho menos para alimentar a una familia como dios manda. Di dos pasos al frente, agarré el cuchillo con fuerza y comencé a trazar un plan de acción que me condujera al éxito en la operación, la aprobación de mi abuela y, por extensión, el aplauso y el reconocimiento de toda la familia: acorralar, inmovilizar, sajar, triunfar.

El primer intento no pudo resultar más descorazonador: acorralada la gallina en una esquina del enrejado, trate de agarrarla con decisión y coraje pero la muy puta se revolvió como un tigre, me picoteó la mano y se alzó revoloteando por encima de mi cabeza con un aterrador alboroto, lo que me provocó un incómodo traspié y casi un infarto de miocardio. Me levanté como buenamente pude, blandiendo el cuchillo en todas las direcciones y tratando de recuperar el aliento mientras me palpaba el cuerpo para comprobar que no había resultado gravemente herido en el envite. "Solo es una gallina, respira", me dije tratando de insuflarme cierto aplomo mientras me acercaba con pasos cortos al escurridizo objetivo, tan lento y concentrado que un espectador eventual pensaría que estaba cruzándome delante de los pitones de un toro, como si midiese distancias para iniciar una serie de chicuelinas.

El segundo intento no resultó mucho más fructífero que el primero: otra vez se revolvió la gallina en un batir de alas infernal mientras cacareaba como un demonio y otra vez terminé con mis huesos en el suelo del maldito gallinero, esta vez de rodillas y con las manos apoyadas en un montón de mierda que noté caliente al tacto, señal de que ella también tenía miedo y que la contienda estaba más igualada de lo que el resultado parecía indicar. Todavía intenté agarrarla por las alas un par de veces más pero no había manera de contenerla, así que decidí cambiar de táctica y comencé a asestar puñaladas con los ojos cerrados a diestra y siniestra, arriba y abajo, como un espadachín de película, confiado en que alguna alcanzaría de lleno al mal bicho y una vez malherido me sería más fácil rematar la faena rebanándole el pescuezo. Craso error: en una de las intentonas golpeé la alambrada, perdí el control del cuchillo y el filo recorrió la palma de mi mano desde el mango a la punta, provocándome un corte que empezó a sangrar enseguida y puso fin a la contienda.

Cuando recuperé el conocimiento estaba tumbado en el sofá de casa, con la mano vendada en una servilleta de cuadros y un paño húmedo en la cabeza. Mi abuela ponía una tartera con agua al fuego para escaldar y desplumar a la maldita gallina que yacía descabezada sobre el mesado de la cocina, mientras en la tele anunciaban que un famoso puente de Mostar había sido destruido tras varios días de incesantes bombardeos. No vales para nada, dijo mi abuela sin mirarme, como si la vergüenza no le permitiese reconocerme como nieto suyo ni siquiera un segundo. Me quedé en silencio, avergonzado, viendo las noticias sin atender demasiado al contenido y en cuanto ella comenzó a arrancar las plumas del animal, con una destreza que a mí pareció propia de una vieja comanche, aproveché para ponerme en pie y salir de la estancia de puntillas, sin hacer el más mínimo ruido.

Pasé el resto de la tarde sentado frente al gallinero, repasando mentalmente lo sucedido y lamentando mi poca tolerancia al visionado de la sangre, sobre todo al de la propia. A ojos de mi abuela sería un niño para siempre- uno bastante maricón, por cierto-de esos que se esconden debajo de la cama cuando se mata al cerdo o se pasean por la vida en bicicleta porque las motos y los coches les parecen abusivos e intolerantes con el medio ambiente. Por suerte, los tiempos han cambiado y en lugar de como al gallina derrotado por otra gallina, el mundo me recordará como un auténtico activista, un poco como Bono de U2 pero con mejor gusto para las gafas: algo es algo.

Comentarios