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Feixóo

CUANDO uno se dedica a un oficio como este —o similares— siente la obligación moral de ser muy cuidadoso con las cosas que escribe. No se trata tanto de demostrar como de dar ejemplo, de respetar el medio de vida propio como un marinero respeta el mar o el albañil la plomada. El otro día, por ejemplo, me cabreé con un desconocido a través de Twitter y decidí poner fin a la discusión llamándole parvo. Ni que decir tiene que no me siento orgulloso de semejante reacción. Insultar es un recurso fácil y bastante cobarde incluso cuando se tiene delante a un personaje tan tonto como aquel, empeñado en menospreciar mis opiniones y hacerme comulgar con ruedas de molino. Y pese a todo esto que digo, tampoco puedo ocultar que me quedó un buen sabor de boca por la forma en que procedí: la cautela con la que me lancé —primero al diccionario— y luego a la yugular del muy idiota para llamarle parvo con todas las garantías, tanto semánticas como ortográficas.

Feijóo

La pregunta que yo lanzaba, y que dio pie al rifirrafe público, fue la siguiente: "¿Alguien me puede explicar esta moda (estupidez) de llamar Feixóo a Feijóo?". Cierto es que pude haberme ahorrado la valoración escrita entre paréntesis pero, como Luis Mazacanes, aquel personaje de Cuerda en Así en el cielo como en la tierra, había bebido unos vasos de vino —"que me gusta una gotica"— y me vine un poco arriba en el planteamiento. Por Feixóo—Feijóo me refería, claro está, al presidente de la Xunta de Galicia, no a Pedro Feijóo, el novelista, o al mismísimo Mestre Feijóo. A estos últimos nadie les cambia el apellido porque —imagino yo, que bien podría estar equivocado— no se le saca rédito social alguno a ponerse estupendo con ellos, a hacerse el galleguista extremo y tratar de rebautizar a la gente contra su voluntad. ¡Y miren que he visto a españolazos de carnet y confesión perpetrar crímenes lingüísticos con nuestra toponimia, que dan ganas de mandarlos a colorear libros de Vacaciones Santillana por no mandarlos a otro sitio! Pero llamarle Castellano a Castelao no he visto a ninguno, la verdad.

Yo creo que en este tipo de actitudes hay, siempre, cierta necesidad de diferenciarse, de sentirse especial, de creerse un elegido. A todos nos pasó alguna vez, sobre todo a ciertas edades, y no pasa por reconocer que es una sensación placentera, casi orgásmica. Aún recuerdo, con cierta nostalgia, aquella vez que me diagnosticaron mononucleosis en segundo de BUP. Es el tipo de enfermedad que, a los catorce años, te confiere vitola de semidios, de puto crack... La enfermedad del beso, ahí es nada. Lo más parecido a un beso francés que había experimentado por aquel entonces era el Calippo de lima-limón pero eso no lo sabía nadie. Así fue como comenzó a propagarse el rumor sobre el tórrido romance entre el infectado —servidor— y la hija menor de la costurera. Yo me enteré por mi madre, que llegó un día muy indignada a casa tras ir a subir la basta a unos pantalones. Y claro, ¿qué iba a hacer yo? Pues aprovechar la ocasión de hacerme el Porfirio Rubirosa y dejar que el mundo siguiera girando. Lo más probable es que me hubiese infectado en el bar... Todo el día echando la mano a vasos y tazas que pasaban por las bocas de medio infierno. Pero a los rumores siempre les ha interesado más el recorrido que la lógica.

Nunca me he sentido tan admirado, incluso respetado, como aquel día de mi regreso a las clases. Ni siquiera Paquito, que le soltó un cartuchazo de perdigones a su hermano en el culo, se podía comparar con el chaval de la mononucleosis: el infectado por vía oral, labial, sexual y tal y tal. Así se sienten, salvando todas las distancias, una gran parte de aquellos que llaman Feixóo a Núñez Feijóo: fuertes, poderosos, especiales. En realidad, este es un país y libre... ¡By the way! Y no seré yo de los que piensen que cada uno es dueño de interpretar como quiera el libre albedrío —que lo pienso— pero tampoco de ponerse gallo con el populacho cuando, lo que se solicita, es una simple explicación. Hay un modo más sencillo de zanjar estas cuestiones: decir que uno decide llamarle Feixóo al presidente de la Xunta porque le sale de dentro, porque le da la gana, y no andar disfrazando de supuestas normas y razones lingüísticas estas tonterías.

Porque un gallego que llama Feixóo a Feijóo. O Uxío al difunto humorista Eugenio. O Emilia Ramallosa a Emili Ratajkowski, no es más gallego ni galleguista que nadie. Es, simplemente, un parvo (o parviño, o parveirón)... Y para eso tiene el diccionario gallego una palabra tan hermosa, sonora y contundente entre sus cientos de páginas como el adjetivo parvo: para utilizarla cuando se necesita y, por supuesto, se merece.

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