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El fascismo Super Pop

A menudo, el fascismo no es más que una huida temporal hacia delante de algunos seres inadaptados

"Me enamoré del fascismo a los 13 años", le cuenta Isabel Peralta al periodista Rodrigo Terrasa en una jugosa entrevista publicada esta misma semana por el periódico El Mundo. Ahora tiene 18 y acaba de saltar a la palestra —hablar de fama resultaría excesivo, me parece a mí— por un vídeo grabado en el cementerio madrileño de La Almudena durante un acto de homenaje a la División Azul. "El judío es el culpable", dice Peralta en el momento álgido de su intervención, rodeada por varios centenares de nostálgicos del franquismo, jóvenes neonazis, banderas anticonstitucionales, botas Dr. Martens, un cura y hasta un guitarrista con una Fender de imitación que le pesa demasiado: su particular portal de Belén.

CabeleiraNo es la mejor oradora del mundo pero se nota que lo ha trabajado. En sus movimientos, poses y pausas dramáticas, se intuyen las horas de ensayo delante de un espejo, los tutoriales de YouTube sobre cómo hablar en público, las lecturas filonazis y algún destello de reina del baile, esa que se sube a las tarimas de las discotecas porque le gusta ser el centro de todas las miradas y se sabe guapa. "Non o é", me señala Maruxa rápidamente, apuntando con bala a un claro exceso de eyeliner para arrogarse cierto glamour. Viste camisa azul con todos los complementos oficiales de Falange y los labios bordados en rojo, un poco como en la tonadilla del Cara al sol, que ese tipo de referencias siempre dan credibilidad y la autenticidad se construye sobre los pequeños detalles. Quizás por eso da la impresión haber ido a la peluquería esa misma mañana, o bien tiene en casa las típicas planchas de alisar, probablemente de una buena marca alemana. Por último, llama poderosamente la atención una cabeza inestable -también en lo físico, quiero decir- que se vence cada vez que nombra a los judíos, como si la mera mención le provocase un cortocircuito y el sostén cervical de su cuello dejase de funcionar momentáneamente.

Isabel Peralta pertenece a esa nueva ola de jóvenes que abrazaron al fascismo del mismo modo que mi tía Patricia abrazó el pop: a través de las revistas. Yo me la imagino, todavía adolescente y con el cuerpo hecho un lío por las hormonas, respondiendo a un cuestionario similar a los que venían en la Vale, la Pronto o la Super Pop. Paso a paso, cada uno iba seleccionando su color favorito, su fruta favorita, su canción favorita, su postura sexual favorita… Así hasta que agotabas las preguntas, calculabas tu puntuación, y el resultado final te indicaba quién era tu hombre ideal. A mi tía Patri le tocó en suerte Alejandro Sanz, mientras que a Isabel Peralta la emparejó el destino con Adolf Hitler, seguramente porque llevaba demasiado tiempo enfrascada en publicaciones reaccionarias y de acceso restringido al gran público, algo que siempre ayuda a que uno se sienta especial.

Mucho antes de que Isabel aprendiese a leer, siquiera, en Campelo ya teníamos a Josito lanzando proclamas franquistas y alzando el brazo ante las puestas de sol. Aunque no lo crean, era y sigue siendo un buen chaval, solo que fácilmente impresionable. Dejó pronto los estudios y se enroló en un barco de la ardora, aquí en la ría, donde compartió noches de pesca con unos cuantos lobos de mar que seguían teniendo al dictador en un pedestal. A los 15 años ya decía cosas cómo "¡tiña que vir outro Franco!" o una más graciosa todavía, si atendemos simplemente a su edad, nunca al mensaje: "¡o que tedes os xóvenes de agora é moito vicio!". Hablaba siempre en gallego porque el castellano apenas lo dominaba, un detalle curioso que no le impedía estar en contra de su propio idioma, sus defensores, sus mártires y no digamos ya del nacionalismo como concepto general.

Un día, madridista perdido, se desplazó a la capital para ver un partido de su equipo y volvió a casa con un carnet de la peña Ultrasur. También con ciertos contactos poco recomendables. Él, que no había visto a un negro en su vida salvo los que venían a vender baratijas en las fiestas patronales, se convirtió en un racista de manual, un poco como Fassbender en 12 años de esclavitud pero sin tanto porte ni intereses en el mercado del algodón. Todos los problemas del mundo -el hambre, la delincuencia, las drogas, las escasas capturas en el banco pesquero de la ría, la presbicia- eran culpa de los negros, a los que juraba un odio casi ancestral, como si su familia tuviese cuentas pendientes con ellos desde que se constituyó Liberia, quién sabe. Así campó durante años por su pequeño mundo de personaje desarticulado hasta que, cierto día, el amor llamó a su puerta.

La primera vez que los vimos, los dos agarrados de la mano como dos tortolitos, paseaban por la plaza de A Ferrería y se acercaron a saludar. La chica, de la que no recuerdo el nombre, era natural de Brasil, una mulata regordeta y muy risueña que nos besó a todos con mucho cariño, como si nos conociésemos de toda la vida. Al día siguiente, cuando bajé al bar para desayunar, allí estaba Josito dispuesto a ofrecer unas explicaciones que nadie le había pedido. "Eu nunca dixen nada das negras, ¿eh? E a miña, negra, negra non é", me espetó sin rodeos.

Lo que pasó en los años siguientes ya se lo pueden imaginar: se amigó, se casó, olvidó todos sus prejuicios anteriores e incluso aprendió a reírse de su propio personaje, algo que siempre se agradece cuando te lo encuentras en un bar y te invita a una cerveza. Esto vendría a demostrar mi teoría de que, a menudo, el fascismo no es más que una huida temporal hacia delante de algunos seres inadaptados, tan necesitados de cultivar algún sentimiento de pertenencia que se agarran a cualquier clavo. Y para eso, precisamente, utiliza el fascismo moderno a reclamos como Isabel Peralta: para que un puñado de cabezas huecas fantaseen con ella como la mitad de la cohorte de Hitler se toqueteaba pensando en Eva Braun.

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