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Estado de armarla

Lo cierto es que yo no recordaba una cosa igual desde aquella Nochevieja y el famoso Efecto 2000

Alguien dijo en las redes sociales que del estado de alarma habíamos pasado "al estado de armarla": imposible definir mejor lo que se vivió el pasado sábado en casi todos los rincones de nuestra ya de por sí accidentada geografía. Esa España que había trampeado con torería las restricciones, que votó libertad porque el comunismo ya no chana e incluso había ahorrado unas perrillas para este tipo de contingencias, montó un pequeño apocalipsis callejero para celebrar no se sabe muy bien el qué, sobre todo si tenemos en cuenta las cifras de todo tipo que nos deja el 90% de la pandemia. Del 10% restante ya hablaremos en septiembre, cuando la campaña de vacunación haya convertido el pasado reciente en una especie de mal sueño de fatales consecuencias.

Lo cierto es que yo no recordaba una cosa igual desde aquella Nochevieja y el famoso Efecto 2000, cuando pensamos que las máquinas tomarían el control y nos matarían a todos antes de terminar las rebajas de enero. ¡Qué noche, válgame el cielo! Echo la mirada atrás y apenas recuerdo mucho más que una estúpida apuesta con mi mejor amigo, una botella de tequila barato escondida en el paragüero de un bar y unas bragas de anciana ensartadas en la antena del coche de mi padre, supongo que impregnadas de algún simbolismo que nunca, jamás, llegué a concretar. Fue una lástima que todo quedara en una triste actualización del reloj interno de algunos ordenadores porque el genocidio robot nos habría cogido a la mayoría con los deberes hechos y todas las naves quemadas.

Si alguien pensaba que de la pandemia saldríamos mejores, adelante: es el momento de repasar todas sus anotaciones y explicarnos en qué, exactamente. ¿Mejores personas, quizá? Lo dudo mucho. ¿Mejores ciudadanos, más cívicos? No me jugaría ni diez céntimos. ¿Mejores amigos, padres, hijos, hermanos? Quizá sea mejor ni contestar ante la posibilidad de hacernos más daño y concluir, de manera optimista y equilibrada, que no hemos salido peores: así éramos antes de la pandemia y todos hemos hecho cosas vergonzosas en los momentos menos apropiados de nuestras vidas. Valga como ejemplo de esto que digo aquel velatorio en el que un amigo de un amigo despedía a su venerado padre. La gente se fue marchando a medida que entraba la noche y al final solo quedaron, en aquella mal iluminada sala del tanatorio, el hijo del difunto y su pandilla de toda la vida, los más queridos y cercanos. Fue ahí cuando el afectado huérfano se sacó de la cartera una bolsita con algo de droga y acariciando el fi no barniz del féretro dijo: "Bueno… Pues ahora que estamos solos, yo tengo esto aquí, no sé". 

Indignarse con los jóvenes por el mero hecho de serlo -incluso de demostrarlo- debería ser una asignatura más que superada. Siempre ha sido así y lo seguirá siendo, lo mismo da si al mundo lo asola una pandemia inaudita o si los medios de comunicación más sensacionalistas nos convencen de que una impresora demente te puede matar de doscientas sesenta y cuatro formas diferentes. Para bien o para mal, la juventud es justamente eso: una mezcla de inconsciencia y medios aprendizajes que nos empuja a hacer todo tipo de locuras o, por lo menos, a no evitarlas, a no esquivarlas. De eso viven las discográficas, los salones de tatuaje, los supermercados 24 horas, los contrabandistas de hachís e incluso algunos medios de comunicación como Telecinco o la Super Pop. ¿Pero qué pasa con los no tan jóvenes? ¿Qué decir de esos cuarentones -o cincuentones que el sábado se dejaron ver haciendo la conga en alguna plaza, bebiendo latas de cerveza caliente, luciendo devastados palmitos en ropajes impropios y sintiéndose demasiado jóvenes a deshora? Esa sí es harina de otro costal.

Pocas cosas le han hecho tanto daño a la historia de España como el término "madurito". Con maduritos no se descubrió América, no se conquistó Flandes, no se pescaron toneladas y toneladas de bacalao en Terranova ni se levantaron obras monumentales como el Monasterio de El Escorial. El madurito es un cáncer imposible de extirpar que nos adormece como nación y abre bajo nuestros pies un precipicio al que nos encaminamos con más pelo, más músculos, mejor bronceado y estúpidos perdidos: es inevitable.

Hace poco, en la presentación del libro de un amigo, una lectora levantó la mano y le preguntó si para escribir una buena novela "es necesario acumular vivencias y contarlas con mirada de niño: lo que viene a ser un madurito". No recuerdo que respondió mi amigo pero apostaría todo mi capital a que aquella mujer, cincuenta y muchos años pero vestida como Taylor Swift, salió el sábado a celebrar que la pandemia le ha dado la oportunidad de sentirse inmortal, que es la razón principal para que los estúpidos no pongan ningún reparo en demostrarlo incluso a las puertas de un hospital. "Todos los humanos deberéis aprender nuestras pacíficas costumbres aunque sea por la fuerza", anuncia Bender, el robot de Futurama, en una de sus intervenciones más recordadas. Si hay una sola posibilidad de que las máquinas triunfasen en aquella noche confusa del año 2000, mucho me temo que a los hoy maduritos solo nos inculcaron lo peor de lo malo.

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