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Covid Winter Party

"Buenas tardes, Rafael: le llamo del Sergas", dijo aquella voz enclaustrada al otro lado de la línea telefónica. Yo, como es habitual, decidí tomarme el tiempo que hiciera falta para calcular una respuesta adecuada al envite, pues nunca sabe uno hasta qué punto lo puede comprometer un saludo precipitado. Todos tenemos a un amigo, o un familiar, que comete el error recurrente de mostrarse atento y confiado desde el arranque, completamente ajeno a la jungla en que, de un tiempo a esta parte, se han convertido las comunicaciones telefónicas. De tan pardillos que son -fíjese bien, amigo lector- ni siquiera se molestan en conocer el origen e intención de la llamada, motivo por el cual todos nuestros tíos solteros de más de 90 años, incluido aquel tan pavero que vivió en Alemania, tienen contratado un paquete de telefonía con fibra óptica, dos líneas fijas, cuatro líneas móviles, ciento ochenta canales de televisión y hasta un sistema de alarma, no les vayan a ocupar el fallado en esa media hora que salen cada tarde para echar la partida.

Covid Winter Party

Santiago Jaureguizar, ese buen mozo que escribe sobre señoras francesas y futbolistas brasileños en estas mismas páginas, me explicó una vez su particular método para sacarse de encima a los abnegados empleados del telemarketing: "cando me preguntan se está fulanito de tal, eu contéstolles que o estamos velando, que morreu onte mesmo". Es una respuesta que aúna calle y poso cultural a partes iguales, no se le puede negar, pero tampoco está exenta de riesgos. ¿Y si en lugar de un comercial de Vodafone resulta ser un empleado de la funeraria? Detectar la naturaleza de la llamada a tiempo resulta fundamental, ineludible, y por eso conviene quedarse callado unos segundos, dejar que muestren sus cartas, y actuar en consecuencia. "Sí, soy Rafael", dije al fin, con mi interlocutor sopesando si había dado con un imbécil o con un sordomudo. Y, miren por dónde, resultó que me había tocado en suerte una PCR gratis.

A la hora acordada me planté con el coche de mi padre en el Hospital de Montecelo, que es uno de los tres lugares a donde puedo llevar la joya de corona sin que mi madre interceda o amenace: los otros dos son el taller y la peluquería de Pepa, mi hermana yorkshire. Aparqué junto a un BMW con tantos faldones que parecía andaluz y sin darle mayor importancia subí la cuesta que lleva a la entrada de urgencias: el lugar indicado para que una enfermera vestida de astronauta me sodomizase la pituitaria. La cola me hizo adoptar una postura cómoda -la espalda recta y uno de los pies ligeramente adelantado, como aconseja la reina de Inglaterra en The Crown-, señorial pero armado de paciencia. A los veinte minutos, más o menos, reparé en que aquello no avanzaba al ritmo esperado, así que me dirigí con exquisita educación a la señora que me antecedía: "Usted perdone, ¿es esta la cola para las PCR?". 

Yo no sé si fue el miedo a un posible contagio o que, a partir de una cierta edad -y cierto nivel de ingresos- hay personas que no entienden el uso del chándal para ir al médico, pero lo cierto es que la piel de aquella buena mujer se puso lívida al instante: suerte que estábamos en la puerta de urgencias y no en el puente de O Burgo. Me había equivocado de hospital y, al parecer, también de outfit. Abatido, volví al coche y puse rumbo al Hospital Provincial, donde nada más asomar me encontré con un cartel de 300x450 metros en el que podía leerse, bien claro y en mayúsculas, "AUTO COVID - PCR". Descartando el ínfimo margen para el error que dejaba la cartelería desplegada, aparqué tras el último coche de la fila y esperé mi turno.

"Nombre y apellidos", me preguntó un clon de Sandra Bullock sin acercarse demasiado al coche, precaución que haría llorar de emoción a mi padre de haberla visto. Solté los datos requeridos a cuentagotas, como si fuesen a regalarme una biblia y proponerme ingresar en un grupo de estudio, pero el resultado no fue el esperado. "No está", gritó otra enfermera a la que divisé tras una mesita de playa al fondo de la instalación, escondida tras una columna de hormigón y la pantalla de un ordenador (no era muy alta pero tenía los ojos bonitos y la voz de un cura castrense: me gustó). "¿Cómo que no estoy?", me indigné gesticulando mucho más de lo habitual. De nada sirvió mi sobreactuación pues, al parecer, no tenía cita para la Autocovid Winter Party sino para su versión peatonal. "Tiene que aparcar el coche donde pueda e ir a pie a la otra entrada del hospital", me indicó Sandra B. con ademanes de estar un poco harta de reorientar a tanto idiota.

Hora y media después –"serán dos minutitos", me había dicho el funcionario por teléfono- por fin me había hecho la prueba y regresaba a casa con ojos de plañidera, soltando unos lagrimones que a punto estuve de sacarme una foto, subirla a Instagram y explotar esa vena de madurito sensible: "aquí, leyendo a Jane Austen" o algo por estilo, yo qué sé. Dejé el coche en el garaje, subí las escaleras de casa y, al abrir la puerta, me encontré a mi abuela recorriendo el pasillo a la velocidad de la luz, tirarse sobre la cama, abrir mucho los brazos y, como si de repente se le fuese la vida, comenzar a gritar: "¡era mellor morrer, era mellor morrer!". Yo no sé por qué -es mi abuela, no le deseo ningún mal- pero llevo desde entonces sin poder quitarme las tretas telefónicas jaureguizianas de la cabeza.

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