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Chin Chin

Maruxa
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"COMO si es la reina de Inglaterra: aquí no se admiten perros porque lo digo yo y punto sanseacabó", resonó la voz de Adelina al otro lado del teléfono. A Ramírez, que aquella mañana se había levantado con resaca y cuerpo de homicidio, le estaba costando la salud una gestión tan simple como la de alquilar una habitación en el único hotelito de O Regueiriño aun prometiendo su pago por adelantado, pues bien conocía él las reticencias de los paisanos a cualquier negocio con el ayuntamiento que incluyese cheques, pagarés o promesas de cobro a treinta, sesenta o noventa días. "¡Que se trata del embajador de Noruega, Adelina, por favor!", acababa de descubrir sus cartas en un último intento de convencer a la hostelera. Pero ni por esas transigía ella con la presencia de un can en la vieja casona que, con tanto esfuerzo y algún desvelo, había construido su marido antes de partir inesperadamente hacia el otro mundo.

"Es nuestra oportunidad de poner este pueblo en el mapa, Ramírez", le había dicho el alcalde la noche anterior. Celebraban, con caña de hierbas, la noticia del año: aquella visita inesperada de una autoridad internacional con cierta presencia en el papel cuché, diplomático con fama de conquistador que acostumbraba a dejarse ver con actrices y folclóricas en los saraos de la capital. "Lo del perro puede suponer un problema, alcalde", se atrevió a advertir Ramírez frente a la botella medio vacía, que es como acostumbraba él a ver las cosas. Aquello casi le cuesta un bofetón con la mano abierta pero, de manera casi milagrosa, el alcalde fue capaz de contener su legendaria furia sin que ninguno de los presentes pudiera identificar, exactamente, el porqué. "Mire, Ramírez: al perro como si se lo tiene que llevar usted a casa para que duerma con su mujer pero no venga ahora a joderme la parranda con eso, por dios se lo pido", acertó a decir el regidor echando mano de la botella y remojando aquellas dos piedras de hielo que ya empezaban a languidecer.

En buena hora se le había ocurrido al imbécil de Paquiño Escampa saltar de una plataforma para rescatar de una muerte segura al súbdito noruego aquel. "Tierra de borrachos, carallo", farfullaba para sus adentros Ramírez mientras articulaba sobre un folio en blanco la posible solución. Tenía fama de buen dibujante y costumbre de ordenar sus ideas mediante viñetas. Primero pintó al perro del embajador colgado de un árbol, con el nudo bien ajustado, la lengua fuera y dos cruces en los ojos. Luego se dibujó a él mismo lanzando al perro desde el espigón del puerto y, por último, se descolgó con un retrato del propio embajador ensamblado en el cuerpo del perro mientras un gato, vestido de picador, le metía cuatro dedos de cuerda en un improvisado hoyo de las agujas. "Paquiño un héroe, lo que me faltaba por oír a estas alturas de la vida", dijo antes de arrugar el papel, tirarlo al suelo sin ningún reparo y salir pitando hacia el despacho de Pozas. "Solucionado lo del perro, alcalde", anunció escuetamente desde la puerta sin esperar respuesta.

La mañana que llegó el embajador de Noruega a O Regueiriño amaneció despejada, como si el cielo fuera consciente de la importancia publicitaria de aquella visita. La banda del pueblo interpretó el siempre práctico We Are The Champions y algunos compases de Sweet Child Of Mine - no se la sabían entera- por ser las únicas canciones extranjeras que conocían. Por último, y como nada se había dejado al azar, dos niñas tirando a rubias le hicieron entrega de sendos ramos de flores y dos besos muy bien plantados para tan corta edad. La gente aplaudía enfervorizada al famoso galán con credenciales diplomáticas mientras Pozas le alzaba el brazo derecho como si hubiese derrotado a Julio César Chávez por K.O en el primer asalto, encantado con la oportunidad de lucirse ante los medios. Y fue ahí donde se presentó la oportunidad que Ramírez llevaba toda la semana esperando. El embajador, superado por el volumen de los ramos y la efusividad del alcalde, decidió poner a su pequeño caniche en el suelo, momento en el que Ramírez metió la marcha atrás, pego un brusco acelerón y le pasó por encima al dichoso perro simulando algo parecido a un desafortunado fallo mecánico.

Al día siguiente, la prensa de todo el país y parte de Europa se hizo eco de la inesperada noticia. "España llora la trágica muerte de Godot, el famoso caniche del embajador Holdegaard", subrayaba el ABC en páginas interiores. En La Razón, más agresivos, la noticia iba acompañada de unas duras declaraciones de Encarnita Reina, la tonadillera de moda, visiblemente encariñada con el chucho tras dos meses de tórrido romance con el escandinavo: "¡Tierra de salvajes!", declaraba muy soliviantada, justo antes de jurar que jamás volvería a actuar en Galicia, Asturias, el norte de León y ya veríamos si en Portugal. Los principales programas del corazón mandaron cámaras y reporteros a O Regueiriño y el alcalde Pozas, institucional y afectado, relató en prime time los desafortunados sucesos acaecidos aquella mañana, rematando todas sus intervenciones con un lacónico “carpe diem, señoras”.

"Es usted una caja de sorpresas, Ramírez", le diría horas más tarde a su hombre de confianza mientras festejaban el éxito cosechado entre vermuts con ginebra y berberechos al vapor. "¡Y decía que el perro podía suponer un problema!", rio a carcajadas mientras Ramírez mojaba los labios y encogía los hombros, sonriendo apenas con las cejas. "Un genio, Ramírez. Es usted un puto genio… ¡Chin chin!".

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