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Cenas de empresa

SE DICE que el ser humano es el único animal capaz de tropezar dos veces en la misma piedra y, en el caso de las cenas de empresa, parece que nuestra torpeza no conoce límites. Por alguna razón que no alcanzo a comprender, y como si fuese la única forma conocida de demostrar nuestra condición de pobladores, una y otra vez nos empeñamos en cometer el mismo error y corremos al encuentro de tan desaconsejables y peligrosas convocatorias, del todo incapaces de aprender la más sencilla de las lecciones sobre la vida: desiste, quédate en casa.

Con el definitivo Diciembre a la vuelta de la esquina, en los tablones de anuncios o los grupos de WhatsApp, aparece la misma trampa de todos los años disfrazada como oportunidad única para socializar con los compañeros más allá del café junto a la impresora o el bocadillo al amparo del andamio. Al principio, aconsejado por malas experiencias anteriores o por la simple perspectiva de compartir mantel con una serie de personas a las que se aborrece profundamente, uno tiende a pasar por alto la convocatoria y busca cualquier excusa que justifique su ausencia, lo mismo una tía lejana pero moribunda que un perro al que no se puede dejar solo por las noches. Sin embargo, a medida que se acerca la fecha límite para confirmar asistencia comenzamos a sentir un no sé qué que nos obliga a reconsiderar nuestras reticencias iniciales, una fuerza oscura que nos incita a aceptar la invitación, que nos convence de la necesidad de mostrarnos cercanos y participativos por una vez, un magnetismo irresistible que nos atrae hacia el abismo como la música a las ratas de aquel famoso cuento.

Por lo general, suelen tener una apariencia inocente, cuartillas de papel reciclado escritas en Comic Sans o mensajes plagados de emoticonos con motivos de fiesta, según el formato de la convocatoria. Suelen comenzar con alguna frase realzada por infinitos signos de exclamación que siempre, sin excepción, contiene algún tipo de diminutivo que deja a las claras el carácter integrador del asunto, como por ejemplo ofi, fiestuki o el tan socorrido y gilifláutico compis. También acostumbran a ir acompañadas de diferentes propuestas de menú que los futuros asistentes deben votar, sin duda el anzuelo perfecto para todos aquellos que sienten una cierta necesidad de forma parte de algo, lo que sea, amantes de la democracia participativa, las encuestas telefónicas y los test personales de las revistas. Por último, casi a modo de amenaza, se recuerda que el jefe o jefa en cuestión nos agradecen el entusiasmo demostrado y la más que probable asistencia.

Así es que, sin saber muy bien cómo, el día en cuestión te acicalas como para asistir a una boda, te dices a ti mismo que mejor no beber demasiado y en menos que canta un gallo ya estás sentado alrededor de una mesa en compañía de la telefonista imbécil, el reponedor de pasillo que nunca saluda o la encargada de recursos humanos. Tratas de aparentar cierta cordialidad, te muestras receptivo e incluso sonríes cuando alguno de los presentes da un paso adelante y se lanza sin red al peliagudo ruedo de los chistes. Los sorbos pequeños y espaciados son tu mejor baza, lo sabes, y tratas de pasar por alto los escotes más desbordantes y las faldas cortas. Si, por casualidad, un mal movimiento descubre un tanga de gasa transparente asomando bajo la cintura de alguna de tus compañeras, recuerdas el manual de la autoescuela y aquel truco que te enseñó Rosa, tu profesora: "los triángulos siempre nos advierten de algún tipo de peligro". Sabes que el momento perfecto para decir adiós y pedir un taxi es aquel en que alguien sugiere ir a bailar, incluso a un karaoke, pero sospechas que lo mejor sería simular una llamada urgente y poner tierra de por medio antes de la inexorable aparición de los postres: los chupitos y el licor café nunca fueron buenos compañeros de viaje. Tienes un plan y piensas cumplirlo así que te relajas, bebes el segundo vino de un solo trago, cuentas el chiste de las mujeres maltratadas y empiezas a mover los hombros al ritmo de la música de ambiente mientras buscas en tu teléfono el número de algún camello de los viejos tiempos. En realidad ya has perdido pero, totalmente integrado en la fiesta, todavía no lo sabes.

A la mañana siguiente te despiertas en una habitación de hotel junto a un cuerpo todavía caliente que resulta ser el de la telefonista imbécil -tu mala puntería sigue siendo legendaria- mientras el teléfono no deja de vibrar y el grupo de WhatsApp de la empresa se llena de fotos en las que te partes la camisa como Camarón, bebes a morro de una botella de champán barato o besas al jefe en el cuello, con la corbata anudada en la cabeza y un clavel blanco incrustado en el pelo. Te duele hasta el alma, has perdido un zapato, el reloj y es posible que hayas perdido hasta el trabajo: eso lo sabrás el lunes cuando aparezcas por la puerta, con la cabeza gacha y las miradas de tus compañeros clavándose en tu espalda como dagas de Damasco. Nada ha salido como tenías previsto y una vez más te has dejado arrastrar a una guerra que no era la tuya. Ahora tan solo te queda regresar a casa, taparte con una manta en algún rincón oscuro de tu salón y, como el General Kurtz en Apocalypse Now, abandonarte a la compañía de tus propios demonios mientras te repites una y otra vez: ¡El horror, el horror!. No digan que nadie los avisó.

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