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Carta de presentación

NO RESULTA fácil explicar qué hago yo aquí, ocupando un espacio tan privilegiado en semejante santuario de la prensa escrita local que, por razones que tampoco vienen al caso, siempre imaginé reservado para algún licenciado en periodismo con cierto talento, escritores de reconocido prestigio o ahijados de cualquier empresario con buenos contactos y mejores intenciones. En los pueblos solemos establecer esta suerte de razonamiento sencillo como argumento principal para explicar nuestra mala fortuna y la falta de oportunidades que nos impide progresar pero ya ven que no es así: uno puede nacer en Campelo, en el seno de una familia de hosteleros, y dar el salto a las páginas de un periódico como Diario de Pontevedra sin necesidad de colarse a hurtadillas en las páginas de sucesos, como era costumbre hasta ahora entre mis vecinos con ciertas aspiraciones.

Yo me hice escritor porque no gustaba de madrugar y me pareció que este era uno de los pocos oficios con exigencias que nada tenían que ver con el escrupuloso cumplimiento de un horario determinado, el auténtico caballo de Troya de mi tormentosa carrera profesional. Yo he sido reponedor en un área comercial del extrarradio, repartidor de un supermercado, administrativo, telefonista, camarero, empresario del mundo del mueble e incluso hice mis pinitos como presentador de televisión en una cadena local que se desmoronó cuando el máximo accionista y director general fue condenado a varios años de prisión por causas que jamás me interesaron. De todos ellos fui despedido por mi absoluta incapacidad para presentarme a la hora estipulada en el contrato y de alguno me enviaron de vuelta a los corrales incluso antes de debutar, como esos toros que salen a la plaza y desatan las protestas del respetable porque les falta un cuerno, cojean ostensiblemente o simplemente se sospecha que no es toro sino vaca.

Los culpables de esta vocación tardía por contar historias en blanco sobre negro tienen nombre y apellidos aunque, a día de hoy, se muestren profundamente avergonzados y no lo quieran reconocer en público ni tampoco en privado: Juan Tallón, Rodrigo Cota, Adrián Rodríguez y Manuel Jabois fueron los instigadores principales para que me decidiese abandonar el negocio familiar y probar suerte en tan noble oficio. Sucedió como suelen suceder estas cosas, alrededor de una mesa llena de marisco y vaciando botellas de albariño como si al día siguiente nos destinasen a todos a Afganistán. La noche terminó cuando se hizo de día o cuando nos quedamos sin dinero, no lo recuerdo, pero lo cierto es que al despertar ya tenía decidido que quería ser como ellos o al menos intentarlo. Mi madre se puso a dar vueltas por la casa clamando al cielo con los brazos en alto cuando la informé del giro que pensaba dar a mi vida mientras que mi padre se limitó a mover la cabeza de un lado al otro, como si aquella película ya la hubiese visto una docena de veces y conociese el final. "Al menos intenta que esta vez no nos cueste dinero", me dijo antes de encerrarse en el baño, supongo que a llorar.

En pos de mi nuevo sueño, lo primero que hice fue acercarme al Zara de Benito Corbal y comprarme dos americanas, nada de escatimar en gastos, convencido de que la elegancia en el vestir se trasladaría enseguida a mi escritura aunque a las dos semanas ya estaba escribiendo en pijama, algunas veces incluso sin levantarme de la cama. Un día subí al fayado de casa a fumar y por casualidad me encontré una vieja máquina de escribir que mi abuelo Otilio me había regalado al cumplir dos años. Como siempre he sido muy peliculero me pareció una premonición, algo me decía que estaba predestinado a ser escritor desde pequeño y nadie podría apartarme de semejante ventura así que me planté con ella delante de mis padres y les conté mi teoría: "¡En la cima del mundo, papá!", rematé la exposición imitando a James Cagney en El enemigo público. El pobre hombre me miró un tanto desconcertado mientras mamá se metía una pastilla bajo la lengua y se acostaba en el sofá. En realidad, ellos sabían que la máquina de escribir había sido un obsequio de la vieja Caja de Pontevedra por abrir una cuenta de ahorro con cierta cantidad a plazo fijo pero no dijeron nada en aquel momento. Seguro que hoy se frotan los ojos mientras leen estas líneas, quizás un tanto emocionados, mientras rebuscan entre las hojas de la vieja agenda familiar a ver si todavía conservan el número de algún buen abogado.

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