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Borrachos

E n el preciso instante en que escribo estas líneas, hoy un tanto desganadas, cada golpe de teclado repica en mi cabeza como el cincel de un cantero sobre la piedra desnuda y callada, una pequeña tortura tan justa como merecida que me recuerda aquello que tantas veces me repetía mi padre cuando comencé a saborear la dulce agonía de las resacas: "noches alegres, mañanas tristes". Y así debe ser, supongo, o de lo contrario correríamos el serio riesgo de pensar que cualquiera puede dedicar su vida a la fiesta y el desenfreno diario, a la ingesta permanente de alcohol y unas pocas horas de sueño a un par de calles de casa, encorvado sobre cualquier banco público o protegido del viento entre contenedores de basura.

Ser un auténtico borracho, formar parte de esa élite de achispados antihéroes que se beben la vida en taza, trago a trago, día a día, exige unas condiciones físicas y mentales casi sobrenaturales, unas aptitudes cercanas a lo divino que nos advierten de la presencia de un verdadero don, por lo general acompañado de una o varias desgracias personales que los convierten en personajes de leyenda y les proporcionan razones y arrestos suficientes para no abandonarse a la vida saludable y tranquila a la que cualquier hijo de vecino podría y debería aspirar. Por si acaso siente usted, querido lector, la leve tentación de acusarme de apología del alcoholismo y otras terribles adicciones, dé- jeme que le aclare que este texto no es más que una seria y sincera advertencia para quien lo lea: no intente hacerlo en su casa.

Sobre esta estirpe maldita y generalmente repudiada charlábamos el sábado pasado los amigos de siempre, los mismos sospechosos habituales que cada año nos reunimos alrededor de una mesa para exaltar nuestra amistad y celebrar la Feira Franca entre toneladas de empanada, pulpo, costillares de cerdo y postres varios regados con los mejores caldos y jarabes que nuestros atormentados bolsillos puedan pagar. A nuestro lado, en un momento dado de la sobremesa, se sentó un grupo de veinteañeros con indudables signos de embriaguez en sus rostros y una sexualidad turgente y rebosante que la ropa típica del medievo se encarga de ensalzar, o al menos a mí me lo parece. Alguien, no sé quién, dejó caer el habitual comentario acerca de que los jóvenes no saben beber y de ese hilo comenzamos a tirar para terminar recordando a aquellos calamocanos entre los que crecimos y que, por diferentes razones, dejaron una huella profunda e imborrable en nuestra memoria.

Enseguida surgió el nombre de Salvador que, entre otras cosas, era el encargado de lanzar al cielo cuanta pirotecnia fuese necesaria para advertir al resto de los pueblos de la Ría que Campelo se encontraba en fiestas. Cualquier día del año desayunaba Salvador sus dos o tres copas de caña blanca bien servidas, convencido de que la leche no era un alimento apropiado para los humanos, y los días de fiesta solía redoblar la dosis para remarcar el carácter especial de aquellas fechas. A las diez de la mañana cambiaba de tercio y se pasaba al vino, por lo general blanco aunque tampoco era de los que hacía ascos al tinto, ni siquiera al vulgar rosado. Antes del mediodía, que era cuando alguno de sus hijos lo venía a buscar para llevárselo a casa, Salvador ya estaba entonando boleros y rancheras con muy buena voz y un tempo admirable, y todavía hoy parece que resuenan en las esquinas del bar de mi abuelo aquel complejo suyo de gallego hablante reprimido que decía cosas como "Jalisco no te ragues" o "tú tienes tu novia que es Guadalagara".

Otro gran cantarín, aunque con peores dotes interpretativas, era Vicente. Marinero viejo, de los de salitre en la voz y escamas en la piel, se pasó los últimos años de su vida recorriendo los bares y tabernas de Campelo tratando de calmar una sed que siempre le ganaba la partida y embutido en recuerdos que, a juzgar por la expresión de sus ojos, debían ser oscuros y terribles. Por las noches, casi como un ritual, se plantaba frente a su casa todo lo erguido que podía y comenzaba a insultar a sus vecinos dando voces con lo que a mí siempre me pareció, por otra parte, un profundo respeto. Luego se metía dentro, cerraba la puerta y se ponía a cantar hasta que el silencio anunciaba que se había quedado dormido.

Así pasamos la tarde del sábado, recorriendo nombres e historias que nos resultan tan familiares como el olor de nuestras madres: Rafael, Regueiro, Ricacho, O Bicho, Casal… Tipos especiales e inolvidables. Gentes de profundos surcos bajo los ojos, cargados de motivos que jamás compartieron ante dios ni ante los taberneros, gentes que nunca presumieron de nada. Personajes que hoy día parecen sacados de la ficción y que durante su vida tuvieron que soportar las miradas malintencionadas y las palabras reprobatorias de vecinos y familiares. De todos ellos nos acordamos entre chupitos y cigarros, muy animados, y de todos ellos me estoy acordando ahora mismo, mientras cierro este texto de mierda y me dispongo a registrar la casa para ver si encuentro un maldito y vulgar Espidifén que me grite al oído aquello de "recuerda que solo eres un hombre".

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