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Augurio

Fue la misma noche del alumbramiento cuando la partera advirtió a Don Antonio de que el niño venía con un don en los pies y un defecto en el alma. Años más tarde, cuando se conoció la noticia de que el joven había muerto en un barrio de Medellín, abatido por la policía, a nadie sorprendió el trágico final que la vida tenía reservado para aquel morocho de mirada áspera que, ya desde muy tierna edad, comenzó a matar perros con sus propias manos.

Fuera de la casa seguía lloviendo. La partera limpió al niño sin demasiada delicadeza pero con todo el rigor que su madre le había inculcado desde pequeña, convencida de que algún día sería ella la encargada de traer al mundo a los futuros habitantes de la aldea. Lo adecentó lo mejor que pudo con una toalla y agua fresca recién sacada del pozo a la que incorporó unas gotas de caña, varias hojas de laurel y medio limón. Luego escaldó unos cuantos paños de lino blanco en leche y manzanilla, antes de aplicarlos sobre la cara recién alumbrada de la criatura con la destreza mecánica de quién se ha pasado media vida andando los mismos pasos. Bajo sus enormes pestañas descubrió aquella mirada que parecía esconderse de la luz que iluminaba el cuarto e intuyó la oscuridad que asolaría la vida del pequeño. Lo envolvió con una sábana perfumada con higos y canela, le marcó una cruz de ceniza en la frente y lo depositó sobre el pecho de una agotada pero sonriente madre.

- "Ojalá sea un buen bailarín, ¿verdad?"- dijo casi sin voz.
- "Seguro que lo será"- respondió la partera mientras se secaba las manos con el propio mandil y apartaba la mirada.

El aguacero se estrellaba contra los cristales de las ventanas con cierta violencia, empujado por un viento del sureste que se había levantado por la tarde, justo cuando la matrona salía de su casa para dirigirse a la de Antonio Campelo. No dejaría de llover hasta tres semanas después. El cielo se había teñido de plomo la mañana del día de San Miguel, mientras algunos barcos regresaban a puerto y en los bares se hacía cola para calentar el espíritu con chatos y cafés. El agua arreció sin descanso hasta la víspera de Santa Cecilia, ya de madrugada, cuando el cielo se descubrió de repente y la aldea quedó alumbrada por una luna radiante y cientos de estrellas que parecían querer decir algo, un suceso tan extraño que ni los más veteranos bacaladeros recordaban algo igual en sus extensas memorias de alta mar.


La partera limpió al niño sin demasiada delicadeza pero con el rigor que su madre le había inculcado


El pueblo se erguía sobre la ladera de un monte, empujada hacía el mar por el propio desnivel y dispuesto en casas altas y estrechas que parecían precipitarse las unas sobre las otras. Casi todas habían sido construidas con bloques de granito extraídos de una cantera cercana y techadas con teja, dispuestas en hileras y sujetas por un mortero un tanto especial: los días secos y soleados lucía de color naranja intenso pero las primeras gotas de lluvia lo teñían de un verde musgoso y apagado que confi rmaba el cambio de tiempo.

La casa de Don Antonio Campelo estaba situada en el barrio de los marineros, frente a una pequeña taberna en la que se vendía de todo, también consejos. En la chimenea, anclada con remaches y un par de tornillos, lucía una vieja bota de fútbol en la que solía anidar alguna pareja de gorriones, recuerdo de su etapa de futbolista. El mismo Cholo, capitán y mascarón de proa del ‘Hai que roelo’ intentó muchas veces convencerlo de que se uniera al equipo pero la vida de Don Antonio estaba en el mar y la pelota nunca fue mucho más que un juego, un entretenimiento sano que no daría de comer a su familia ni pagaría las facturas.

Resguardada bajo un mantón de lana, la partera se alejó de la casa hasta ser engullida por la oscuridad del camino y la humedad de la noche. Don Antonio, que había salido a despedirla con las palabras justas y una voluntad generosa de más de cinco mil pesetas, cerró la puerta y regresó al cuarto donde su mujer cantaba al niño la primera nana y le acariciaba, orgullosa, los pies. Era noche de difuntos así que se dirigió a la cocina con intención de cocer unas cuantas castañas.

Pensó que al viejo le gustaría acompañarlas con una buena copa de aguardiente y bajó a la bodega donde llenó media medida de un garrafón al que ya no le quedaba gran cosa. Mientras lo preparaba todo, se entretenía ojeando un ejemplar antiguo del diario As y no pudo evitar posar los ojos sobre la foto de una rubia con labios prominentes y pechos redondeados que lucía en la contraportada. La recortó y la apoyo sobre la copa, cerca del plato de castañas: seguro que el viejo lo agradecería.

Apagó las luces y regresó al cuarto del matrimonio. Se sentó a los pies de la cama, fumando el último cigarrillo que le quedaba mientras miraba a su mujer y a su hijo. Fuera, la lluvia seguía resonando con fuerza sobre las hojas de la parra, tan constante y tortuosa como un primer telegrama cargado de malas noticias que ensombreció, de repente, la alegría de ella por la perfección de los pies de su hijo y terminó de convencer al pobre Antonio sobre el mal augurio que pesaba sobre su alma.

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