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Ya te vale, tronco

HACE UN PAR DE MESES, mi padre y yo fuimos a uno de esos invernaderos que parecen sacados de alguna película de ciencia ficción con bajo presupuesto. Uno tiende a creer que un lugar así, con fama de albergar casi cualquier especie vegetal que podamos imaginar, debería ser algo parecido a un paraíso en la tierra pero lo cierto es que suelen ser espacios bastante desalentadores, desordenados, llenos de plásticos, tuberías metálicas, piedras de todo tipo y sacos de colores llamativos apilados junto a la puerta. "Estamos buscando un naranjo que salió el otro día en un programa de la TVG", dijo mi padre a la primera empleada que nos cruzamos, perfectamente identificable por su polo verde, los pantalones rojos y unos guantes dos tallas más grandes de lo que debieran resultan recomendables. "¿Estás de coña o qué?", contestó ella mirándolo de arriba abajo.

cabe1-9-21-01Lo cierto es que mi padre bromea poco, especialmente cuando trata de árboles frutales, tipos de hierba, musgos, setos, flores… Ese es su mundo desde que se jubiló, pero tampoco se le puede pedir que recite el nombre de las especies en latín, extremo al que parecía empujarnos aquella masca-chicle con el pelo recogido en una cola de caballo. "La especie, caballero: tiene usted que decirme la especie", insistió en su actitud de Directora General del Centro Botánico Internacional de los Planetas Unidos, todo un desafío para cualquiera que pretenda criar un cactus o plantar unas berzas. En realidad, hay gente así en todos los oficios. Recuerdo a un cajero que enviaron una vez los de Caixa Pontevedra a la oficina de Campelo. "¡Pero esto qué tipo de feria es! ¡Identifíquese!", les gritaba a las señoras mayores que se acercaban a su escritorio con intención de actualizar la libreta. Se llamaba Baldomir y tardó dos semanas en comprender que, con esa actitud, lo único que te puedes ganar en una aldea gallega es un buen par de hostias el día menos pensado.

Mi padre y yo nos separamos unos metros dispuestos a deliberar: podíamos mandarla al carajo —e irnos a otro invernadero— o podíamos prevenir antes que volver a lamentar. "La verdad es que va a ser un poco complicado encontrar el naranjo de marras si no sabemos de qué tipo es", le dije agarrándolo por un brazo, buscando una cierta proximidad espiritual a través del contacto físico. "¿En qué programa lo viste?", pregunté sacando mi teléfono móvil del bolsillo. Es lo bueno y lo malo de mi generación: creemos que todo está disponible a golpe de clic y por eso nos tomamos tantas molestias en aprender lo menos posible. Después de un corto interrogatorio y unas cuantas búsquedas más o menos acertadas dimos, por fin, con el dichoso naranjo que se le había antojado a mi padre por el simple hecho de que Roberto Vilar, el mítico Tonecho, comentó que su vecino tenía uno en su patio trasero  y era el más impresionante que había visto jamás. "Ya te vale, tronco", pensé yo mientras lo veía reclamar la atención de la dependienta por segunda vez en menos de cinco minutos, peligrosamente cargado de razones y —ahora también— de datos. 

"Washington Navel Foyos, amiga", dijo con tanta rabia que no se le entendió nada, tan solo esa deformación tan nuestra del sustantivo más inocuo del mundo en un insulto casi mortal. Ella, que para entonces parecía dispuesta a sacar su licencia de armas y una escopeta, se quedó mirando fríamente al cielo, como si almacenase allí una dosis extra de paciencia, hasta que comenzó a cabecear afirmativamente y le soltó una palmada tan demoledora en la espalda que debió registrarse en el Instituto Geográfico Nacional como terremoto: estaban en la misma onda, después de todo. "Ese es el mejor naranjo que hay, jefe. Venga por aquí, que va a flipar muchísimo con lo que le voy a enseñar", le indicó un caminito de grava que desembocaba junto a una caseta de perro sin perro y un estanque de patos sin patos ni agua: aquel lugar me tenía francamente fascinado. Entramos en un mini invernadero, elegimos pareja, la cargamos en el coche, compramos un saco de tierra especial —"hummus, anormal", dijeron la dependienta y mi padre casi al mismo tiempo— y llegamos a casa con la sensación de haber logrado un hecho casi imposible: combinar dos sanas ignorancias hasta alcanzar un mismo objetivo. 

El 'Foyos', que es como lo hemos bautizado para abreviar, ya está plantado en nuestro jardín y el otro día, por diversión, le conté a mi padre la historia de Otero Pedrayo y aquel pinsapo al que llamaba "o meu irmanciño", plantado por su padre el día de su nacimiento y utilizado, cuatro años antes de la muerte del poeta, para construir su ataúd. "Por lo menos espera a que dé las primeras naranjas o a sacar otro libro, uno de verdad", dijo él acercándose al dichoso naranjo para espantar a una mosca que se había posado sobre él. "Tranquiliño, que no te va a pasar nada", susurró. Difícil saber si se lo decía al árbol o a mí que, para lo bueno y para lo malo, sigo siendo su hijo: ya te vale, tronco.

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